Punto de Encuentro

LOS CRÍMENES DE TARATA Y CANTUTA

El martes 11 de setiembre de 2018, la Sala Penal Nacional condenó a cadena perpetua a 10 miembros de la cúpula de Sendero Luminoso -entre ellos Abimael Guzmán- por el atentando cometido en la Calle Tarata, en Miraflores, el 16 de julio de 1992. Los senderistas sentenciados fueron Elena Yparraguirre, Óscar Ramírez Durand 'Feliciano', Osmán Morote Barrionuevo, María Pantoja Sánchez, Laura Zambrano Padilla, Florindo Flores Hala 'Artemio', Margot Liendo Gil, Edmundo Cox Beuzeville y Florentino Cerrón Cardoso, respectivamente.

Al respecto, es importante recordar que el crimen de Tarata representó el inicio de una nueva etapa en la guerra contra la subversión. Para Sendero, había llegado la hora de tomar la ciudad por asalto y cumplir con el lema maoísta bajo el cual la lucha popular debe ir siempre del campo a la ciudad. La consigna era clara, la capital sería presa del terror, el miedo petrificaría a los limeños y Lima, esa ciudad hostil y distante, conocería el verdadero poder de estos asesinos. En un instante el país cambió, el terrorismo dejó de ser un problema ajeno para los limeños, y pasó a convertirse en la preocupación mayor de sus residentes. Sendero tocaba la puerta de la gran ciudad y lo hacía con el fusil y la dinamita en sus manos. Los limeños, conocían, por primera vez, el verdadero rostro del horror.

Sendero, con este atentado, demostró que su violencia no tenía límites, que no importaba si sus acciones terminaban arrebatándole la vida a población civil inocente. Para Abimael Guzmán, esa bestia criminal que convirtió al socialismo de Mariátegui en un pretexto para la muerte de mujeres y niños, y al marxismo ideológico en la envoltura del odio y la dinamita, los muertos inocentes no eran otra cosa que “costos de guerra”, la llamada “cuota de sangre” que todo pueblo revolucionario debía pagar para alcanzar la ansiada redención.

El país despertó

El país y la sociedad condenaron el atentado. Se organizaron marchas y movilizaciones por la paz en toda la capital. Sendero había herido el corazón mismo de ese Perú formal que se negaba a mirar hacia adentro. El terrorismo dejó de ser un problema exclusivo de esos cholos, indios o marginados, a los que siempre se los estigmatizó mirándolos con desprecio, ahora las bombas del terrorismo fratricida explosionaban en las narices de la población urbana, y el miedo empezó a crispar la piel de todo el país. Las clases medias y acomodadas recién tomaron nota de la violencia por la que atravesaba el país en el cual vivían, y al que durante tanto tiempo ignoraron. Sendero nos había notificado su violencia en Lima, y lo hizo de la manera más salvaje.

Los crímenes de Estado

Pero si el horror de Sendero en Tarata sorprendió a todo el país y escandalizó a toda la comunidad internacional, lo que vino después, como respuesta estatal, no fue otra cosa que una serie de operativos encubiertos en donde la barbarie se institucionalizaba y el terrorismo de Estado se convertía en el antídoto para combatir a la subversión, y así restablecer el orden que Sendero había trastocado.

La conmoción fue tan grande que al final la sociedad y varios medios de comunicación terminaron por justificar la violación de derechos humanos bajo la idea de que todo “presunto terrorista” merecía morir y que para ello las fuerzas militares y policiales debían apretar el gatillo sin piedad. Así, el respeto por la presunción de inocencia empezó a ser visto en nuestro país como sinónimo de cobardía o debilidad, y los juicios a estos criminales no eran sino una pérdida de tiempo. Había que matar, caiga quien caiga. Primero, las fuerzas del orden debían liquidar al sospechoso, para luego recién investigar si el caído era o no senderista. El mundo al revés, como en una película de horror.

Secuestro, asesinato y desaparición de inocentes

Fue en ese escenario, que en la madrugada del 18 de julio de 1992, dos días después del espanto en Tarata, integrantes del grupo Colina, con el conocimiento del asesor de gobierno, Vladimiro Montesinos y del ex presidente, Alberto Fujimori, ingresaron a la Universidad Enrique Guzmán y Valle -La Cantuta- y secuestraron a nueve estudiantes y un profesor de dicho centro de estudios.

El mensaje era claro, el Estado utilizaría el mismo terror cainita como respuesta a la violencia desatada por Sendero en Tarata. Los estudiantes secuestrados fueron conducidos con los ojos vendados a un terreno desolado a la altura del kilómetro 1,5 de la autopista Ramiro Prialé, allí fueron torturados y ejecutados por estos de militares. Si el dolor de las víctimas de Tarata era conmovedor, no menos estremecedor fue conocer las circunstancias y la manera cómo estos jóvenes universitarios fueron ultimados por los agentes del Estado a los que posteriormente el gobierno autoritario de Alberto Fujimori felicitó, para luego ayudarlos (a través de la promulgación de la Ley de Amnistía) a eludir la acción de la justicia, a pesar de las numerosas denuncias y pruebas incriminatorias existentes en su contra.

Hoy en día se sabe que luego de ser asesinados a mansalva, los cadáveres de estos estudiantes y del profesor fueron enterrados en zanjas que ellos mismos fueron obligados a cavar, para luego ser llevados a otro lugar en Lima, la quebrada de Chavilca en Cieneguilla, donde fueron finalmente incinerados para no dejar huella alguna de este brutal crimen. Las personas ultimadas ese 18 de julio de 1992 fueron: Hugo Muñoz (el profesor), Armando Amaro, Enrique Ortiz, Pablo Meza, Bertila Lozano, Dora Oyague, Robert Teodoro, Felipe Flores, Marcelino Rosales y Juan Mariños.

Las heridas abiertas

Han transcurrido 26 años desde estos luctuosos sucesos, sin embargo, los fantasmas de Sendero no han desaparecido y tampoco las heridas abiertas por los crímenes cometidos por el Estado han logrado cicatrizar. A pesar de los esfuerzos hechos por los gobiernos que se han sucedido luego de la caída del gobierno autoritario de Alberto Fujimori, tales como la conformación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, la sociedad peruana no ha podido todavía hacer un adecuado balance de los hechos. Los peruanos no hemos sido capaces de reconstruir nuestra memoria histórica para hacer frente a los peligros y violencia que ahora debemos enfrentar.

Memoria para hacer justicia

Finalmente, resulta claro que los peruanos debemos condenar con total contundencia la violencia de Sendero, venga de donde venga, no podemos ser ambiguos en esa tarea, los peruanos tenemos el deber moral de explicarles a los jóvenes que Abimael Guzmán no fue otra cosa que un feroz asesino, una bestia criminal que le arrebató la vida a miles de peruanos desde un cómodo escondite. Pero al mismo tiempo, debemos ser igualmente categóricos a la hora de condenar uno a uno todos los crímenes de Estado que se cometieron con el pretexto de pacificar nuestro país y derrotar a la subversión. Esa es la tarea pendiente que nosotros tenemos como sociedad y que no podemos eludir.

NOTICIAS MAS LEIDAS