Punto de Encuentro

El mandato de masculinidad y la violencia invisible

Por: María Inés Valdivia

Desde un ángulo transdisciplinar en donde convergen la antropología, historia y el psicoanálisis lacaniano, Rita Sagato, una importante antropóloga argentina, que ejerce en la universidad de Brasilia, indagó sobre la manera en que la sociedad trasciende nuestro universo psíquico, de tal forma que nuestras acciones individuales se manifiestan en acciones contra alguien, en este caso la mujer.  Afirmó que la violación ha existido en casi todas las culturas, sólo ha cambiado la mayor o menor intensidad de este acto; una segunda observación estableció la existencia de sociedades que propician intencionalmente este tipo de violencia. Por ejemplo, en el pasado diversos grupos tribales utilizaron a las mujeres para consolidar las relaciones de parentesco y poder entre hombres.  Un patriarca disponía de diversas mujeres, sin consultar la voluntad de ellas.  Si el patriarca tenía un oponente en un contexto de disputas permanentes, las mujeres eran entregadas para emitir una señal de paz, alianza o sumisión a un jefe más poderoso.  En general, se atribuía que una mujer sola, sin un hombre o familia masculina, se hallaba disponible o podía constituir una potencial víctima para efectuar el trueque permanente de “objetos” simbólicos.  En ese contexto, las mujeres sirvieron para proporcionar sexo, reproducción y mano de obra.  De aquella manera, la sociedad de aquel entonces podía tener tiempo para la guerra y el fortalecimiento de estrategias de fuerza, practicadas entre grupos antagónicos de hombres.

Siglos después, con el advenimiento del liberalismo, un nuevo discurso obtuvo consenso en el marco temporal de la sociedad contemporánea.  La figura del Contrato Social emergió con una fuerza inextinguible hasta el presente. Este discurso reservó a los hombres letrados y propietarios, el dominio político, económico y social, los que no poseían más bienes que su fuerza de trabajo tuvieron que contentarse sólo con el dominio del espacio privado.   Como es conocido, la promesa liberal no significó el reconocimiento político de los derechos del cada vez más numeroso proletariado.  El Contrato Social y la parte referida a la igualdad artificial establecida entre los hombres, se vio mermado por la inexistencia de leyes y normas dentro del capitalismo decimonónico.  A la explotación humana colaboró el hecho de ser imposible el control de la natalidad y el impulso de leyes a favor de inmigración, estos dos elementos dieron lugar al excedente de mano de obra que finalmente actuó en beneficio del capitalismo.  

¿Qué consuelo les quedó a los hombres libres pero con economías precarias o pobres? Sin duda fue la exclusividad del entorno privado, donde el Estado no podía cuestionar gran cosa.   Es por esa razón que en varios de los argumentos de diversos colectivos contemporáneos como por ejemplo, Con Mis Hijos No Te Metas, podemos distinguir la pervivencia del liberalismo más rancio, que reivindica las exclusiones de antaño y desconoce los logros más importantes de ese mismo discurso.  Colectivos similares emergen en toda Latinoamérica, Estados Unidos y parte de Europa, para rechazar el advenimiento de una modernidad complicada y heterogénea.  Estas plataformas políticas se oponen a la necesidad de formular un nuevo pacto social, que exige la integración en términos de igualdad, de las mujeres y la población LGBT, en el espacio público y privado, de ahí la encendida oposición a las cuestiones de género.

Hasta hace muy poco tiempo, los hombres podían colocar a las mujeres en “su lugar” mediante actos simbólicos o reales, sin mayor tipo de interferencias sociales o legales.  Las subordinadas del pasado casi nunca tuvieron los elementos de juicio necesarios para percatarse de toda la carga de exclusión existente contra ellas. Cuando tomaron conciencia de su situación, el siguiente problema fue la obtención de espacios y lugares para hacer efectivas sus denuncias y acceder a la justicia; cuando alguna mujer protestaba, inmediatamente una red de solidaridad invisible sustentaba el consenso común, respaldado por la institucionalidad masculina, para manifestarle que estaba equivocada, de esa manera frases como “loca” “menopaúsica” “histérica” “bruja” o expresiones como “hazlo por tus hijos” “resígnate”, deslegitimaron sus reclamos e inconformidades.  Podía ocurrir que con sutileza perdía el empleo o en casa se le escamoteaban los recursos económicos, como una manera de regular el comportamiento inconforme.  En un pasado no muy lejano, darle su chiquita a la mujer, por manifestar una opinión contraria a la del hombre, someterse (in)voluntariamente al enclaustramiento doméstico o permitir el abuso del cuerpo femenino durante el matrimonio, fueron prácticas recurrentes.

Hoy en día el mandato de masculinidad sustentado en el machismo, está en crisis, su resistencia a perder el  poder queda expuesta en la manera en que los hombres luchan por destruir cualquier discurso que atente contra ellos.  Las cofradías masculinas se ceban contra las mujeres, la forma en que actúan cuando las asesinan sólo confirma la reflexión de Hannah Arendt sobre el mal: puede ser infinito. La reacción masculina, en especial la de los más vulnerables económicamente, es más violenta.  Al verse excluidos del poder económico y político, buscan mantener el control sobre lo único que les resta: las mujeres. 

El mandato de masculinidad es perverso, es una exhibición de fuerza, que atraviesa la sociedad como una nomenclatura invisible entendida por el género masculino, reclama la impunidad en el ejercicio de la violencia.  Ejemplos como el del violador de la estudiante norteamericana Mackenzi, sirven para comprender como se articulan masculinidades hegemónicas perversas y desigualdad. El violador de la estudiante de intercambio fue un escolar del  prestigioso y exclusivo colegio Markham.  Después de dopar y violar a la joven, se escondió bajo el recurso del anonimato que le brinda la ley, por ser menor de edad.

Como suele suceder, la familia, la red de amigos, la escuela y un buen número de instituciones, se han solidarizado con el victimario. Con sutileza la trama del poder hizo lo posible para desacreditar la vida íntima de la víctima.  Hasta los funcionarios del Estado se opacaron cuando observaron que riqueza y prestigio es algo que puede perjudicar una ascendente carrera burocrática; como colofón, la demanda fue archivada en tiempo record, algo imposible en el sistema de justicia que tiene una de las cargas procesales más elevadas de la región. Las declaraciones de una amiga del violador fueron: “la gente nos tiene envidia”.  Es presumible que haga referencia al poder que los pobres recelan de los ricos: una vida llena de privilegios, donde la riqueza no se sustenta en el esfuerzo personal, sino en la excepción de impuestos, deudas tributarias altísimas a la SUNAT, quiebras empresariales ficticias para no resarcir a los acreedores o el poco respeto por las leyes laborales, con el argumento de siempre, afectan la competitividad. 

Es cierto, los pobres recelan de los ricos ese nuevo fetiche contemporáneo llamado consumo, porque las personas que no consumen en grandes proporciones económicas no ostentan poder.  Si observamos además que ese consumo tiene un elevado vínculo de producción de objetos masculinos que siempre van acompañados de una hermosa mujer en calidad de sujeto cosificado expuesto en autos, vacaciones en lugares paradisiacos tan similares a los paraísos fiscales, propiedades y bebidas alcohólicas, nos podemos percatar que el mensaje es muy claro para los que no poseen recursos, la realidad del consumo es para los que pueden comprar, en el caso de los excluidos se convierte en una fantasía que les genera angustia y deudas en el sistema financiero, con intereses execrables.

La experiencia contemporánea nos deja evidencias sobre la enorme cantidad de exclusiones que experimentan los sectores más pobres.  Tras ellas, lo que existe es impotencia y la búsqueda violenta del viejo pacto social que le garantizaba hasta al más pobre diablo de los hombres ese dominio sobre las mujeres y la familia, como coto privado.  Por esa razón, no resulta extraño que casi siempre el perfil del feminicida sea el de alguien que no posee éxito entre sus pares  o que busque mujeres que mantengan una relación de desigualdad con él.  A su víctima “le compra cosas”, más tarde la aliena como un bien, un “objeto”  que no puede negarse a ser su enamorada, novia o pareja; aquella mujer que aceptó los bienes de consumo que le ofreció un hombre,  deberá pagar allanándose a la voluntad del adquiriente. Este tipo de relaciones, constituyen un pacto desigual que no puede ser finalizado de manera unilateral, la mujer no podrá abandonar al propietario que la considera suya y sin voluntad propia, como ocurrió en el crimen de Eyvi Agreda.  Intentará colocarla en su sitio o lugar de sumisión, como hizo Luis Estebes Rodríguez, quien se decidió a destruir al ser que más “amó” como sucedió con Marisol Estela Alva. 

Finalmente, los violadores y feminicidas no son enfermos mentales, todo lo contrario, son seres lúcidos que deciden apelar al viejo orden, nunca pudieron ser amos de su propio destino, pero al menos se contentaron con ser los amos de la libertad femenina, sin mayores interferencias.  Los progresos de las mujeres, sus avances en materia económica, educativa, su ascendente presencia competitiva, pone en jaque un modelo que hace aguas por todos lados, pero el mandato de masculinidad hegemónica, invisible y aceptado, se resiste a ser expuesto, desmontado y destruido.

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