Punto de Encuentro

El derecho en una república (parte 1)

  • Rafael Rodríguez Campos

Tomando como referencia el discurso pronunciado por el profesor argentino Roberto Gargarella, titulado “El derecho como conversación entre iguales”, en la ceremonia en la que recibió el Honoris Causa por parte de la Universidad de Valparaíso de Chile, me gustaría reflexionar sobre la siguiente pregunta: ¿Cómo debería ser el Derecho en una República? Parafraseando a Gargarella, diré que el Derecho en una República debería ser la expresión y el resultado de una conversación entre iguales.

Para Gargarella, el Derecho debiera resultar de una conversación entre iguales, porque todos tenemos la misma dignidad moral; porque compartimos dudas semejantes sobre lo que está bien y lo que está mal; porque nos equivocamos frecuentemente; porque con el diálogo podemos ayudarnos mutuamente a reconocer y adoptar las difíciles decisiones acerca de cómo seguir viviendo juntos, de un modo respetuoso hacia los demás.

Ello es así, porque al igual que para Carlos Santiago Nino, su gran mentor, para Gargarella, la conversación puede ayudarnos, sobre todo, en la tarea de educarnos cívicamente: educarnos en la obligación de atender y prestarle atención al otro; de escuchar y dejar hablar a nuestros pares; de pensar dos veces lo que vamos a decir antes de responderles; de reconocer que aún o sobre todo aquel a quien, por prejuicios, no escuchamos, puede tener algo de interés para contarnos.

Ahora, si el Derecho en una República debiera resultar de una conversación entre iguales, este diálogo, en palabras de Gargarella, debe esforzarse por incluir a “todos los potencialmente afectados” porque, sólo de ese modo -a través de ese esfuerzo inclusivo- es que se pueden construir decisiones efectivamente imparciales. En esa línea, citando la obra de Nino o Habermas, Gargarella nos recuerda que el origen de esa conexión entre discusión, inclusión e imparcialidad ya se encontraba en Aristóteles, quien en la Política hablaba sobre la “sabiduría de la multitud”, para sostener que  “cada individuo dentro del todo posee una parte de la excelencia y la sabiduría práctica,” por lo cual –agregaba- cuando todos se reúnen para decidir, ese actuar común impacta también en el carácter y en el pensamiento del conjunto: se agrega así diversidad y se expande de esta manera el conocimiento. 

Hasta aquí, siguiendo a Gargarella, podríamos decir que el Derecho en una República debiera resultar de una conversación entre iguales, ya que, en su forma ideal, esa conversación nos ayuda a definir no sólo qué es lo que deberíamos considerar Derecho, sino también aquello que deberíamos considerar, en todo caso, Derecho no justificado.

Ahora bien, sobre la base de la primera parte del discurso de Gargarella, considero necesario revisar las tres anomalías que, de modos distintos, socavan los pilares sobre los que Gargarella considera se funda el ideal de una conversación entre iguales como hecho generador del Derecho en una República: Igualdad, Inclusividad y Deliberación.

La primera anomalía, apunta Gargarella, es la que se produce cuando la conversación se lleva a cabo en comunidades insuficientemente igualitarias. El autor sostiene que el derecho debiera resultar de una conversación entre iguales, pero enseguida también, que dicho diálogo se ve amenazado cuando el mismo se crea y despliega en contextos que desafían nuestra común igualdad. Así, por ejemplo, recuerda que en la concepción política que era compartida por los “padres fundadores” del constitucionalismo latinoamericano, a mediados del siglo XIX: Juan Bautista Alberdi (Argentina), Andrés Bello (Chile), o José Samper (Colombia), respectivamente, se defendía con ardor la conformación de sociedades capaces de igualar a sus miembros en relación con sus derechos civiles, pero sin embargo, al mismo tiempo, se aceptaba la desigualdad política de su época como una anomalía a ser remediada sólo muy gradualmente.

Sobre este punto, Gargarella precisa que tanto los “padres fundadores” del constitucionalismo latinoamericano, otras figuras públicas de la época, y, por supuesto, un importante sector de la sociedad, defendieron la construcción de sociedades progresivamente igualitarias, asumiendo que, por el momento, era necesario concentrar la preocupación igualitaria en la igualdad civil -la que permitía negociar, contratar, comerciar- antes que en la igualdad política. En otras palabras, urgía garantizar libertades económicas, pero en el marco de sistemas electorales excluyentes en los cuales las grandes mayorías no ejercían plenamente el derecho de sufragio, por ejemplo.

La segunda anomalía, apunta Gargarella, es la que se produce cuando se afecta la condición de inclusividad que, en una sociedad democrática, debiera distinguir siempre al debate público. Pensemos, refiere Gargarella, en las dificultades que son propias de una conversación sobre asuntos públicos que se limita tan solo a expertos o técnicos; o piénsese, si no, en los casos en que el diálogo se encapsula en representantes que actúan con plena independencia de los criterios de sus representados. Estas formas de deliberación que hoy podemos considerar tan imperfectas eran, precisamente, las que propiciaba uno de los más grandes pensadores políticos del conservadurismo de todos los tiempos, Edmund Burke.

Sobre este punto, Gargarella señala categóricamente que esta postura, a la que llamaremos epistémico/elitista, resulta muy controvertida por tres razones: Primero, porque la política difiere de la ciencia, en cuanto a que ella se desarrolla en un marco dominado por el pluralismo y los desacuerdos razonables, y no en un ámbito en donde la verdad puede ser develada a través de la investigación empírica. Segundo, porque para un representante siempre debe ser posible acomodar o matizar los criterios generales sostenidos por sus electores, con los mejores argumentos que encuentre en el foro político. Tercero –creo yo, la más importante- la postura de Burke resulta poco aceptable, cuando tomamos en cuenta criterios como los ofrecidos por John Stuart Mill o Robert Dahl, relacionados con el supuesto de que cada quien es el mejor conocedor de sus propios intereses.

Esta última postura, precisa Gargarella, contrasta radicalmente con la concepción epistémica/elitista sostenida por Burke, y que concibe a la política como ciencia, y a la ciudadanía como incapaz de reflexionar críticamente sobre los asuntos públicos. Contra esta concepción se opone radicalmente Gargarella, cuando sostiene que, si en la deliberación no se escuchan las voces de todos los afectados, ella va a convertirse, previsiblemente, en vehículo de decisiones parciales, y así, irrazonables.

La tercera anomalía, expone Gargarella, es la que se produce no sólo cuando la conversación queda bajo el exclusivo control de una élite, sino también cuando la gran mayoría de los afectados participa dentro de un marco institucional que dificulta o impide el debate. Es decir, para Gargarella, el diálogo limitado a una élite resulta tan condenable como la participación masiva sin diálogo. Se trata, por ejemplo, de plebiscitos como el implementado por la dictadura chilena, en 1988, un plebiscito celebrado en un contexto de restricciones a la libertad de expresión, al libre funcionamiento de los partidos políticos y sindicatos. O, por ejemplo, cuando los ciudadanos son convocados para tomar una decisión sobre un Acuerdo de Paz o sobre un texto constitucional, sin la posibilidad de discernir entre un artículo u otro.

Por último, para Gargarella, ambos ejemplos nos recuerdan que la participación masiva tiene poco sentido, si no se aseguran al mismo tiempo las precondiciones elementales de la libre expresión, la crítica y el diálogo. Pero, además, que el ideal de la deliberación entre iguales no requiere solamente la posibilidad de que discutamos sobre las decisiones públicas que van a recaer luego sobre nosotros; sino que podamos reflexionar y decidir también sobre los matices de lo votado, e impedir el uso de “derechos como sobornos”, que se produce cuando para la adopción de nuevos derechos sociales, por ejemplo, es necesario votar a favor de la reelección presidencial, en un juego de todo o nada que distorsiona el proceso de deliberación pública.

Ampliaremos la reflexión, en la próxima columna.

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