Punto de Encuentro

Las «Metamemorias» de un demócrata indoamericano

Claire Viricel

Deber, emoción, destino, fortuna, pueblo. Como mantra suenan en la cabeza del lector esas palabras recurrentes que nos acercan a un autor poco común. Alan García cambió el verbo que lo hiciera dos veces Presidente por una prosa fina, serena y tierna para dejar un testimonio sincero de su pasado por esta vida en tanto que hombre, político y gobernante. Obra póstuma para un país que sin duda amó, es la génesis de un 17 de abril 2019 libertario que ha dejado huérfana a la Política peruana (con P mayúscula). Pues los animales políticos son escasos, son combinaciones raras. Fue al encuentro de una muerte si no heroica, estoica, honrando así el sacrificio de miles de apristas que soñaron con una revolución por las urnas que les fue negada siempre, y otros tantos, elegidos locales, que fueron asesinados por Sendero Luminoso, «la secta» (sic). Si bien las Metamemorias (Planeta, 2019) fueron escritas claramente para un vasto público sin fronteras, es largo el mensaje a la militancia y a los políticos en ciernes. Deja enseñanzas, llamadas aquí lecciones. Muchas. Y emulando una cierta justicia 'para dentro', trayendo sus luces de Jefe de Estado, luego de «compartir el poder» (p.327), pasa a compartir las culpas. Pues resalta que «más dura el odio que el amor» (p.407). El repaso de su vida y el autoexamen que nos entrega, es una invitación a una introspección refundante por parte de la dirigencia aprista y los militantes. En ese sentido, y por analogía, no deja de mencionar que la muerte de Haya «revitalizó paradojalmente al partido» (p.156).

Pero a nosotros, ciudadanos y pueblo en fin, que en dos ocasiones lo elegimos para dirigir el país con libertades, ¿qué quiso que recordáramos de él y qué nos reprocha sibilinamente?

Para el recuerdo, un demócrata pura sangre, que pensaba en grande (es el padre de la Alianza del Pacífico), asumiendo la línea trazada por Haya. «Se es demócrata o no se es. No se puede serlo a medias» (p.265). Nunca pasó el Rubicón, pese a que las circunstancias lo tentaron: «Tenía la mayoría en ambas cámaras, pude tomar una decisión dictatorial, pero no debía ni podía hacerlo como demócrata y aprista» (p.255).  O corriendo el riesgo de decepcionar a sus bases, oponiéndose, por ejemplo, a la vacancia del presidente Toledo (p.323). Y sometiéndose a las reglas del régimen democrático vuelto «autocracia corrupta» (p.286), ante la parodia de justicia que los intereses creados habían armado, optó por quitarse la vida que tanto amaba. «La humanidad es cruel y desmemoriada» (p.125). Nuestro demócrata es paciente: «La democracia da al pueblo el derecho de elegir con acierto o error, pero también da la oportunidad de corregir ese error en la ocasión siguiente» (p.323). No concentra ni abusa del poder: «La descentralización, para mí, era un elemento central de la democracia social» (p.353). «La nacionalización de la banca» debió pasar por «un Decreto de Urgencia» (y no por el legislativo) pero lo consideraba en aquel momento «autoritario», fue «un error táctico» (p.255). «No quise imponer la minería, hubiese sido eutanasiar la democracia» (p.222). Fracasaron las Ciudades Intermedias (despoblar los villorrios andinos a más de 4000m, y reubicar a la gente en ciudades medianas más abajo) por un «bloqueo cultural». «No podíamos hacerlo de manera forzada», «por no ser el recurso de un país democrático» (p.365). «Procedimos a convocar las elecciones para el 2011, como corresponde a un partido democrático (...), no intervine por pulcritud democrática» (p.403). «La destrucción de la libertad de prensa, mediante su compra, creo que esta no es una forma democrática de hacer política» (p.429). «Yo pude hacer algo similar, un autogolpe, pero supe siempre que ese no es el rol de un demócrata» (p.87). Como no se les teme, «a los gobernantes democráticos, se les reclama con agresividad y acrimonia» (p.142).

Nuestro demócrata era además un humanista, y conocía bien su Grecia antigua. De allí saca una llave para autoexaminarse y leer la historia contemporánea: la hybris (la desmesura, que ciega, lo opuesto a la templanza). Se pregunta si ella no explicaría su candidatura equivocada del 2016 (p.444), al lado del deber de Carlos (su padre) y la emoción de Celia (su abuela). Pero también se la encara a sus adversarios y enemigos políticos (pp.346-476-496), así como, sutilmente, al pueblo al que sirvió dos veces (y mucho mejor la segunda que la primera vez), sembrando esas oraciones: «en las dificultades, todo líder tiene 'muchos enemigos ruidosos y pocos amigos silenciosos'» (p.119). «Pocos —o nadie— defienden al que está en desgracia» (p.133). «No hay mayor fanático que el nuevo converso, no hay mayor enemigo que el renegado, ni mayor crítico que el ingrato» (p.266). «Los aduladores frenéticos son, frecuentemente, los más dispuestos a las arteras traiciones» (p.280). «Así es la política peruana. Cuando conviene no ver, no se ve» (p.406). «Es la ley del embudo de la política peruana: 'A mis enemigos el puñal; a mis sicarios, el silencio'» (p.461).

¿Qué le pasó al país, «esencialmente conservador, sin conciencia de clase» (p.164)? El sujeto social pueblo está muy presente: «la emoción del pueblo» (p.32), «el pueblo aprista» (p.88), «el partido del pueblo» (pp.257-444), «el pueblo auténtico» (p.111), «el pueblo» (pp.144-265-271-276-331-340-399-445). Pero la semántica elegida confirmaría su mutación recesiva: «el 'achoramiento' dejó atrás la 'cholificación' del viejo migrante» (p.103). De «las masas» (p.455), «la muchedumbre» (p.480), «la multitud» (p.489), pasa a «la turba» (pp.283-460-488-489), a «la chusma de arriba y la chusma de abajo», término que viene prestado de Vargas Llosa (p.283), su «eterno enemigo» (p.491). Ahora bien, el autor nos recuerda que ha «nacido político para actuar, promover la justicia, el desarrollo y la democracia allí donde esté» (p.296). Aunque «su destino», en 1977, «era ser profesor de filosofía» (p.140). Cabe preguntarse entonces si, sin pueblo, sin demos, puede haber democracia (¿?) Pues no, serán «demócratas precarios» (Dargent) o tiranías de la mayoría: «El Perú descentralizado, y teóricamente democrático, sigue siendo presidencialista, y su política, antropomórfica» (p.345). ¿Y qué pasa entonces con el aprismo, «partido del pueblo»?

¿Qué le pasó al pueblo mismo? ¿Sería inmune a la hybris? A ver. ¿Acaso no busca cada cierto tiempo un chivo expiatorio o varios? ¿Acaso no los encontró en los máximos líderes políticos, persiguiéndoles con gran resonancia y frenesía mediática, encarcelándolos sin juicio ni pruebas? ¿Satisfecho con una Justicia inquisitorial? ¿Acaso Lima no se estaba pareciendo a Roma antigua —un circo— hasta el disparo en la sien que la frenó? ¿Hasta la llegada del Covid-19, ese «virus democrático» (presidente Vizcarra, dixit) que la inmutó? Hay un dolor en el autor, el pueblo supuestamente democrático, lo abandonó (los «amigos silenciosos»)... Y lo está llamado a hacer también su autoexamen, y recapacitar: «si un consejo tengo que dar a los políticos y al pueblo, es que desconfíe de los que más hablan de moral. Son los fariseos, y son siempre los verdaderos ladrones» (p.276).

A Alan García le hubiese gustado tener adversarios a la altura de su compromiso democrático diáfano. Cuestión de dignidad y de retribución. No «sicarios» (pp.17-439-461). No fue así. Entonces prefirió volverse «polvo en viaje a las estrellas» (p.497) poniendo coto a la hybris de sus enemigos. Fue la rebelión contra las masas de un filósofo frustrado por otro destino.

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