Punto de Encuentro

La memoria histórica de Max Hernández

9 Diciembre, 2022

Claire Viricel

Claire Viricel                                                                                    

Hace 10 años salió publicado en Lima un libro de profundo autoexamen nacional de cara al Bicentenario: En los márgenes de nuestra memoria histórica, de Max Hernández. Médico psiquiatra y psicoanalista peruano, había asumido el Secretariado del Acuerdo Nacional del 2005 al 2011. Lo dirige nuevamente desde el 2020. Desde su creación (julio del 2002), dicho espacio de concertación cuya presidencia recae en el mandatario de turno no goza de buena o mala opinión, simplemente las encuestas lo ningunean. Siendo un foro “de diálogo y construcción de consensos integrado por el Gobierno en sus tres niveles (nacional, regional y local), los partidos políticos con representación en el Congreso de la República y las principales organizaciones de la sociedad civil con representación a nivel nacional” —como dice su página web—, no es un locus de poder sino de gobernabilidad democrática. Es decir, lo que más le falta al Perú. Su  misión  —prosigue la web— es consensuar políticas de Estado para el fortalecimiento de la democracia y el Estado de derecho; desarrollo con equidad y justicia social; promover la competitividad del país; y afirmar un Estado eficiente, transparente y descentralizado.” O sea, un foro que busca darle un norte al país y continuidad a las políticas públicas en ausencia de una mejor arquitectura institucional.

El Acuerdo había creado gran expectativa ciudadana después de ser proclamado Presidente el señor Pedro Castillo, una opción marxista-leninista rural inesperada, el año del Bicentenario de la República. Visto las dificultades, el Secretario General no escondía su honda inquietud, como psiquiatra, ante los medios: “estamos al filo del abismo”, con “apuestas torpes”, “descalificaciones como ‘cojudignos y fujidignos’ que no hacen bien a nadie”, y recordaba que “el consenso es renuncia”. Volviendo a su ensayo pluridisciplinario de suma fineza analítica que indaga el modo de “sentir, actuar y recordar” de los peruanos, hallamos varias claves para entender las repercusiones de la memoria histórica en las instituciones, en la frágil democracia peruana. Nos detendremos en el proceso de mestizaje.

Partiendo de la Conquista, el autor recuerda que la violencia no fue importada, “estaba presente en la consolidación de la hegemonía cusqueña”. Pero los europeos venían “a conquistar más que a poblar” (no traían mujeres) y el encuentro fue un cataclismo. Al mundo andino que era oral, trajeron la escritura y registraron sus avanzadas con un “menosprecio del saber no letrado, que parece seguir gravitando en el común sentir de la gente” (p.90). Ahora bien, desde el Renacimiento, la recuperación de la tragedia griega por los europeos acompañaba, en sus construcciones imperiales, el procesamiento de los profundos cambios que ocasionaban. En la tragedia clásica  —recuerda— “la acción noble y esforzada del héroe posibilita la catarsis mediante la piedad y el terror” (p.99). La audiencia puede “a la vez identificarse emocionalmente con el héroe y condenar su desmesura”, hacer catarsis. Pero la Conquista de América “no pudo ser vista desde una perspectiva trágica”. No se dio tal empatía en el mundo andino porque “la explotación de los amerindios fue mucho más cruel y humillante” que en Mesoamérica. Hubo una “violencia deshumanizante” (ídem). El indio fue “sometido, vencido” (p.101), la evangelización impuesta violentamente y en nombre de Dios. Como resultado, el “trauma de la Conquista pasó a ser el núcleo herido de la identidad de las mayorías indígenas” (p.123). Así, la captura del Inca “solo generó horror y desdén” (p.101). Lo que ocurrió, según el autor, es una “catástrofe psicológica”, psíquica, para los indígenas. Pudo ser un cambio catastrófico, o sea una toma de conciencia de las circunstancias que produjeron la catástrofe psicológica, lo que hubiera permitido superarla y modificar los viejos esquemas (p.108). No ocurrió.

Sin embargo, hubo “una prolongada coexistencia entre indígenas y europeos” que resultó en un mestizaje emblemático, con lo indígena reivindicado, es caso del Inca Garcilaso, de Santa Cruz Pachacuti y Guamán Poma de Ayala (p.120). Pero el más corriente mestizaje resultaba de la violencia, mujeres indias abusadas cuya prole formaba la “casta mezclada” que no tenía lugar en el virreinato de las dos repúblicas, la de indios y la de españoles, que la Corona había establecido (p.105). Así, además de la explotación laboral, la mujer como objeto sexual dio lugar a muchos hijos bastardos “que se identificaban con el padre colonizador y negaban a la madre indígena. Pero no eran considerados como iguales por el grupo dominante” (p.103). Desarrollaron una “identidad negativa”. “Los indios acabaron siendo una mayoría dominada, sin voz, y los mestizos continuaron escindidos” (p.124). Los criollos se sentían “muy distantes” de los indios, no podían formar una sola “raza” con ellos, ni después, con la república. Hasta su humanidad estuvo en discusión (Controversia de Valladolid, 1550-51). El trauma se repitió con la Independencia, la Guerra del Pacífico y la ocupación chilena, y más cerca de nosotros, la masacre de Uchuraccay  —entre otros—, postergando la idea de la nación peruana, la “identidad colectiva”. Clínicamente, esto produce una “rabia narcisista”, consecuencia de una herida abierta, que hace que “parte de la rabia se dirige contra quien la infligió y la otra, contra uno mismo por haberla sufrido” (p.192). Página 238, Max Hernández observa: “Hoy es un lugar común decir que en el Perú la mayoría de la población se considera mestiza. Esa normalización idealizada del mestizaje coexiste con el racismo. Mero juego de palabras, la bastardía que estigmatizaba a los mestizos se infiltró en una noción bastardeada del mestizaje.”

La idea de mestizaje, la hizo “estallar” la respuesta a Sendero Luminoso en los años 80. “En el horror de esos años gravitaba el desconocimiento, la indiferencia y el menosprecio del otro”. “El grupo insurgente expresó tanto su odio al Estado, por su genealogía criolla, como a los indígenas marginados, por su aceptación sumisa del statu quo. Los representantes del Estado y gran parte de la sociedad urbana hicieron evidente una despreocupación rayana en el menosprecio por el destino de la población campesina quechuahablante” (p.251). “Los comuneros altoandinos fueron los invitados no deseados a lo que era un enfrentamiento entre quienes estaban acostumbrados a gobernar y sabían mandar y quienes querían hacerlo de ahí en adelante” (p.240). “Esta vez la vieja escisión no enfrentaba a las facciones en conflicto. Las poblaciones indígenas eran dispensables en el enfrentamiento por el control del Estado”. “Los deseos encontrados en la lucha por el poder se unieron en la elección inconsciente del chivo expiatorio”, los indígenas (p.236). “Era como si los campesinos analfabetos hubiesen sido para unos los culpables de la violencia terrorista y para los otros del atraso del país” (p.237).

Concluye que “es mejor recordar los sucesos del doloroso fin de siglo, asumir los errores cometidos”, “tomar conciencia de ciertas realidades macizas de la vida emocional que afectan la vida social” (p.236). Y que sin el mutuo reconocimiento y la aceptación plena del otro, no es posible la democracia. “Se requiere una radical transformación de los modos de pensar” (p.255).

Diez años después, la sociedad peruana llegó lamentablemente al Bicentenario de la República partida en dos y enfrentada. El libro nos deja una lección: la tragedia vivida el pasado 7 diciembre con el autogolpe fallido de Pedro Castillo necesita pronto ser narrada, con fines catárticos, para no ser un trauma más sino un “cambio catastrófico”.

NOTICIAS MAS LEIDAS