Punto de Encuentro

“El misterio del mal” de Giorgio Agamben

Claire Viricel                                                                  

El filósofo italiano Agamben reeditó en Argentina (Adriana Hidalgo Editora) la traducción de un discurso de honoris causa en Teología del 2012, El misterio del mal, en edición aumentada. El año de su publicación en Italia había coincidido con la renuncia del papa Benedicto XVI (10/02/2013), así que vino a ilustrar, en tanto que “decisión ejemplar” y “acto de coraje”, el argumento del autor que enfocaba la conciencia perdida de “dos principios esenciales de nuestra tradición ético-política, la legitimidad y la legalidad”.

El libro ahonda las motivaciones del Pontífice (fallecido el 31/12/2022), jefe espiritual y jefe de Estado. Su renuncia no cabe definitivamente en la sola “disminución del vigor del cuerpo y del espíritu” alegada en su carta. Pues Benedicto XVI había depositado, en el 2009, el palio recibido el día de su investidura en la tumba de Celestino V, único papa, reformista, que había renunciado libremente antes, en el siglo XIII. Lo había hecho “en razón de la humildad, de una vida mejor y para mantener íntegra mi conciencia, a causa de la debilidad del cuerpo, de la falta del conocimiento y de la maldad del pueblo”. La decisión de Benedicto XVI fue entonces largamente meditada. Para entenderla, Agamben repasa la concepción que el teólogo Ratzinger tenía de la Iglesia.

En 1956, había publicado un artículo sobre el concepto de la Iglesia en Ticonio, teólogo del siglo IV nacido en África, autor de Liber regularum (Libro de las reglas), un tratado de eclesiología sin el cual, precisa, no habría existido La Ciudad de Dios de San Agustín. Se interesó en el corpus bipartitum (cuerpo bipartito), tesis de la dualidad de la Iglesia: tiene un aspecto siniestro (culpable) y otro diestro (bendito). Pecado y gracia. “Una sola ciudad con dos lados”. De ello, Ratzinger deduce que “hasta el Juicio final, la Iglesia es a la vez Iglesia de Cristo e Iglesia del Anticristo”. Fundidos ambos lados, se dividirán al final de los tiempos según la profecía de Pablo en la Segunda Epístola a los Tesalonicenses donde menciona al katékhon (“el que retiene”, dilata el advenimiento de Cristo, probablemente una institución), y al mysterium iniquitatis (misterio del mal). Ticonio situaba al katékhon dentro de la Iglesia mientras otros Padres lo situaban fuera, en el Imperio Romano. En el siglo XX, Carl Schmitt, jurista católico y consejero del gobierno de Hindenburg que abrió a Hitler el camino hacia el poder absoluto, lo situaba fuera, “en el Imperio cristiano de los reyes germanos”. Y el teólogo austriaco, Iván Illich (1926-2002), heterodoxo e incómodo filósofo, lo ubicaba dentro. Para él, es la perversión de la Iglesia que, al institucionalizarlo todo —pecado incluido— y por aspirar a una sociedad perfecta, pervirtió el Evangelio, pervirtiendo de paso la Modernidad por el impacto que tuvo el dios encarnado en la historia moderna.

La renuncia del Pontífice demuestra, según Agamben, que estaba, por un lado, muy concernido por el in de los tiempos y la gran separación (discessio) entre el lado siniestro (injusticia) y el lado diestro (justicia) que adviene con él, aun si hacía tiempo que la santa institución “había cerrado su oficio escatológico” (el 'más allá'). Benedicto sabía bien que al designar el 'fin de los tiempos', las profecías se referían “a la condición de la Iglesia en el intervalo entre la primera y segunda llegada de Cristo”. No se trataba del 'fin del tiempo' sino del 'tiempo del fin', “el tiempo histórico que estamos viviendo” (Agamben). “Su decisión recuerda que es imposible que la Iglesia sobreviva si remite pasivamente al fin de los tiempos la solución del conflicto que despedaza su cuerpo bipartito” (idem). “La Iglesia tiene dos elementos inconciliables y estrechamente relacionados: la economía (lo terrenal y temporal) y la escatología. Si la primera prevalece, la Iglesia se encuentra “sin objetivo, el drama escatológico pierde todo su sentido”. El coraje del papa radica “en su capacidad de mantenerse en relación con el propio fin” (p.30).

Por otro lado, la renuncia remite a un tema político, la justicia y la legitimidad. “Como en la Iglesia, el cuerpo de la sociedad política es, e incluso más gravemente, bipartito, entremezclado de mal y de bien”. Y ese problema, en las sociedades democráticas, se enfoca “desde lo jurídico y procedimental, desde las normas que vetan y castigan”, cosa que ahonda la crisis de las democracias. “En la perspectiva de la ideología liberal hoy dominante, el paradigma del mercado autorregulado ha sustituido al de la justicia y se finge que es posible gobernar una sociedad cada vez más ingobernable según criterios exclusivamente técnicos”. Ahora bien, “una sociedad solo puede funcionar si la justicia no queda como una mera idea”. Debe encontrar una expresión política que permita reequilibrar los principios fundamentales —pero “radicalmente heterogéneos”—, de la cultura europea: “la legalidad y la legitimidad”.

Pues una vieja problemática afecta el pensamiento jurídico, explica. La noción de legalidad, que procede del derecho positivo, está cada vez más señalada como insuficiente ante los cambios políticos que se dan en democracia. Es más, las democracias cuestionan la legitimidad (o derecho natural), el principio que fundamenta el ejercicio del poder. “Se ha perdido la conciencia de la legitimidad en el ejercicio del poder”, resalta Agamben. Cuando la legitimidad está en crisis, el poder judicial (o sea, el derecho) no basta para resolverla, señala. Al contrario: legislar sobre todo es generar un exceso de legalidad que lleva a la pérdida de la legitimidad. “Intentar hacer coincidir legalidad y legitimidad, buscando asegurar por el derecho positivo la legitimidad de un poder, es absolutamente insuficiente”. Los dos principios, también llamados poder temporal y poder espiritual, “deben actuar en la sociedad, pero no deben coincidir nunca”. “Son las dos partes de una máquina política”, ninguna subordinada a la otra. “Los poderes hoy se encuentran deslegitimizados no porque han caído en la ilegalidad sino porque han perdido toda conciencia de su legitimidad”.

La renuncia del Pontífice, cargada de sentido teológico, ha puesto la legitimidad, término polisémico, en el centro de la crisis del tiempo presente. El autor concluye que no se puede entender hoy qué pasa en la Iglesia “si no se ve que esta sigue en todos los ámbitos las derivas del universo profano que su oikonomía [economía teológica] ha generado. Hay dos elementos inconciliables en ella que se cruzan históricamente: la oikonomía, la acción salvífica de Dios en el mundo y el tiempo, y la escatología, el fin del mundo y del tiempo. Cuando el elemento escatológico fue dejado de lado, el desarrollo de la oikonomía secularizada se pervirtió y se convirtió literalmente en sin objetivo. Desde entonces, el misterio del mal, desplazado de su lugar propio, le impide a la Iglesia toda elección verdadera al mismo tiempo que le provee una coartada a sus ambigüedades. El mal no es un oscuro drama teológico sino un drama histórico en el cual la decisión de cada uno está siempre en cuestión, donde cada uno es llamado a cumplir su parte, sin reservas y sin ambigüedades”.

Si el Derecho produce una suerte de autolegitimación, el poder legal se vuelve ilegítimo cuando se torna impopular. En democracia, la legitimidad es cuestionable y cuestionada. Es lo que hace avanzar la legalidad, pues el Derecho es siempre materia de interpretación, no una verdad.

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