Claire Viricel
Después de la democracia es un nutrido ensayo, de 2008, del sociólogo francés Emmanuel Todd, publicado en castellano por Akal (2010). Han pasado 15 años desde la elección de Nicolas Sarkozy (2007-2012) que despertó en el autor una gran inquietud por el futuro de la democracia francesa. El libro se abre con la siguiente pregunta: ¿cómo una persona “tan insoportable”, “pese a su violencia y su vulgaridad”, pudo ser elegida presidente y con un 53% de votación? Su hipótesis es que le favorecieron su “negatividad”, “sus deficiencias intelectuales y morales” en las cuales cabe su “desprecio por los débiles, su amor al dinero, su deseo de desigualdad, su necesidad de agredir verbalmente y designar cucos, y su narcisismo vertiginoso” (p.16).
¿Qué le pasó realmente a la democracia? Con su enfoque multidisciplinario y despojado de ataduras ideológicas, en 257 páginas, Todd responde. Recuerda que desde 1945, cuatro fuerzas políticas habían estructurado la sociedad —comunismo, socialdemocracia, gaullismo (De Gaulle) y derecha moderada católica—, con arraigos territoriales específicos. Se van a desmoronar paulatinamente con la crisis del catolicismo inducida por Vaticano II. La práctica religiosa retrocede, se desploma el catolicismo, y el Frente Nacional de Le Pen emerge en 1984 en las regiones donde hay inmigrantes norteafricanos y una laicidad bien anclada. Luego viene la revuelta de Mayo de 1968 y con ella, el acceso masivo a la educación superior, el retroceso del comunismo, el advenimiento del individuo —más angustiado y solo que nunca—, mientras avanza la construcción de la Europa de Maastricht. Nacen nuevas capas sociales, más competitivas entre sí y dentro de sí. Todo ello genera mutaciones en el sistema político (desafección por lo colectivo y atomización del electorado). Si bien la caída de la URSS acabó con el “capital civilizado” para dar paso a la desregulación, Todd no atribuye a esta la muerte del principio de autoridad pues le antecedió Mayo-68 y su “prohibido prohibir”. Así esas cuatro fuerzas que eran “pirámides ideológicas” pierden su “homogeneidad cultural”. Para él, la elección de Sarkozy cierra el proceso de destrucción de las ideologías. ¿Qué consecuencia? “La sociedad se asemeja a un milhojas, los valores y las preocupaciones circulan horizontalmente, el oficio se vuelve el primer rasgo de identificación, cosa que fragmenta aún más el cuerpo social.” (p.87)
El historiador y demógrafo que es también Todd echa luego una mirada antropológica cruzada a Francia y demás grandes democracias en el mundo, especialmente “Inglaterra, nación cofundadora con Francia de la democracia liberal en Europa”. Es una característica francesa la preferencia por la igualdad con libertad, e inglesa, luego americana, y finalmente anglosajona, la preferencia por la libertad sin igualdad. Resultan de costumbres seculares en la estructura familiar, como la herencia y el matrimonio. El principio de igualdad induce “una exigencia de homogeneidad”, mientras que su ausencia “favorece el pluralismo y la alteridad” (como en Inglaterra). Así, Todd se pregunta si la elección de Sarkozy no traduciría la muerte del igualitarismo. En el país de la universalidad de los derechos del hombre, ¿puede avanzar una temática desigualitaria, un partido anti-inmigrantes? Sarkozy había, en efecto, recuperado el voto frentista.
Se debe matizar, advierte, la instalación de ese “subconsciente social desigualitario” por la nueva estratificación social nacida de la masificación de la educación superior. El voto frentista “mezclaba desigualdad hacia los norteafricanos con igualitarismo antiélite” (p.115). ¿Es grave apartarse de la igualdad para la democracia? ¿Acaso EEUU e Inglaterra dejan de ser grandes democracias por no tenerla? Todd recuerda que el racismo en EEUU es el fundamento de su democracia. “El gran número de esclavos negros reforzaba el principio de igualdad entre los americanos blancos”. El racismo en EEUU unifica, “es un principio de exclusión e integración en simultáneo” pero es algo “bastante banal”: pasó igual en la Alemania nazi, con el antisemitismo, con la democracia en los antiguos griegos, que vivían por la guerra y cuya igualdad nacía de su unidad contra un enemigo común. Hoy sigue pasando y en la única “democracia étnica” que queda, Israel.
Respecto a Francia, el enfoque étnico funcional a esas democracias no sirve. “Su democracia universalista no se define en contra del extranjero o del inferior”. Curiosamente, “ese otro es de adentro”, y “es superior”. Desde la Revolución, recuerda, la ciudadanía se construyó en contra de un enemigo interno —la aristocracia—, percibida como raza extraña a la nación. “La lucha de clases vio simbólicamente la luz en Francia por una lucha de razas”. Sin embargo, su apego a la igualdad hizo que “prefiriera siempre la lucha de clases al enfrentamiento étnico o racial” (p.126). Si se cree en la igualdad, “es más razonable atacar los privilegios socioeconómicos, a los de arriba, que buscar un chivo expiatorio, un extranjero de baja condición”, precisa. “La etnización de Francia degradaría su democracia, de universalista retrocedería a nivel de la americana o israelí” (p.135).
Así, la asunción de Sarkozy suscita una pregunta grave. ¿No habrá caído Francia en una temática identitaria para afirmarse? ¿Fue pura estrategia ganadora del candidato, para acabar siendo “el vacío en el poder”, “el populismo en el poder”, “un autoritario sin autoridad” (p.204)? El análisis del notable 31% que sacó en la primera vuelta arrojó que no fue un voto étnico “sino de temor tradicional, en contra de los jóvenes y los pobres”. Un voto circunstancial de ansiedad tras las revueltas de los suburbios de noviembre 2005, más por razones sociales y generacionales que raciales o religiosas (p.129). Pedían igualdad.
Ocurre que el sistema escolar dejó de ser un ascensor social por la escasez de trabajo para los menos calificados. Tener un Bachillerato no protege de los salarios bajos ni del desempleo. “El diploma ya no permite acceder a la riqueza” (p.179). Las primeras víctimas del librecambio son los jóvenes y los obreros cuyo voto migró del Partido Socialista hacia Le Pen o la izquierda radical. Además, “desde 2005, los mandos medios han empezado una ruptura con los estratos dirigentes” (p.172). Disconformes con la globalización que cultiva una “verdadera ética de la no redistribución”. Poco hacen las clases dirigentes francesas para frenar el capitalismo financiero (p.193), lo que explica el derrumbe de los partidos, y “la aparición simultánea de una deriva oligárquica y del populismo”. Advierte: la antipolítica puede ser mortal para la democracia.
Pero catorce años después, la singular democracia francesa goza de buena salud. Durante las primarias abiertas de la derecha de 2017, cuatro millones doscientos mil electores votaron, por orden de preferencia, por François Fillon, ex primer ministro de Sarkozy: 44,08%; Alain Juppé ex primer ministro de Chirac: 28,56%; Nicolas Sarkozy, expresidente: 20,7%. El electorado variopinto se movilizó masivamente contra Sarkozy. (Hoy, tiene dos sentencias judiciales condenatorias). Apareció el movimiento En Marche! de Macron, su elección y reelección este año es señal de aceptación de las élites, apego a la meritocracia, el liberalismo, y desapego a los partidos tradicionales. Pero también resurgió el apego a lo colectivo y a la igualdad, es el mensaje fuerte de las elecciones legislativas que siguieron: ninguna mayoría para Macron. En cambio, dos potentes frenos: una coalición de izquierda, NUPES (131 escaños), y una bancada frentista jamás vista (89 escaños).
Las luchas de clases están de retorno, la Asamblea Nacional su teatro inesperado. Después de la democracia, más democracia.