Claire Viricel
La noción de decadencia, sin connotación moral alguna, fue elegida por el columnista del New York Times, Ross Douthat, para definir los convulsionados tiempos presentes de Occidente. Hijo de americanos protestantes blancos de vieja estirpe y tres veces padre, analiza en 332 páginas la crisis de la modernidad. Su sabroso análisis muy bien documentado, editado en castellano el año pasado por Ariel (Planeta), contempla sin embargo algunas pistas para la esperanza.
No sorprenderá su entrada en materia: “A partir de Apolo hemos entrado en la decadencia” (p.19). Se dio que “el pensamiento poscolonial y medioambientalista de esa década frenó la colonización galáctica”. Señala los “cuatro jinetes” de la decadencia que son transversales a todos los países occidentales. Veamos.
1-. El estancamiento, que sucedió a la desaceleración que coincidió con el alunizaje (p.39). Accionistas rentistas, consolidación empresarial y poco empleo para la clase media. “El programa neoliberal ha forzado las cosas en la dirección equivocada. No necesitamos menos desregulación sino una distinta a la que hemos tenido” (p.47). Resulta que izquierdismo y libertarismo comparten “la crítica a la consolidación y autoconcentración de la clase alta, más rica y más autosegregada y mejor resguardada” (p.49). Si bien internet ha sido la innovación de los últimos 50 años, lo que le siguió no deja de ser una “desilusión”. Una economía dominada por cuasimonopolios, de rentistas, y que depende del déficit público, no da para la innovación que crea la riqueza (p.68).
2-. Al estancamiento se suma la esterilidad. Pues el mundo civilizado de este milenio ha renunciado al sexo procreativo. No hay reemplazo generacional salvo en Israel, donde la tasa de fecundidad es de 3,1. Envejecidas y viviendo una prolongada “adultescencia”, esas sociedades pierden dinamismo, temen el cambio (p.85).
3-. Luego viene la esclerosis del sistema. “Las instituciones funcionan a duras penas, quienquiera que esté a cargo de ellas”. Un ejemplo, la crisis del 2008: “Una simbiosis entre Washington y Wall Street protegió a los bancos y a las empresas pero dejó a su suerte a los propietarios de viviendas” (p.98). “La esclerosis se convierte en la normalidad por defecto, las conspiraciones de los grupos de interés se convierten en la forma de gobernanza por defecto. Todo deriva en una “política de parches” (pp.104-105). La esclerosis lleva a la antipolítica. “Ya no hay coaliciones variopintas de gobierno en las que se den leves inclinaciones conservadoras y liberales sin estar organizadas en torno a una ideología” (p.108). Sobre la decadencia de la Unión Europea, lamenta que se haya creado “un régimen en Bruselas que imita las peores taras de Washington D.C.” (p.115). Pero su bloqueo es distinto al americano. Si ha progresado en su unificación, “el consenso de centro es demasiado odiado” y los rivales populistas demasiado temidos para llegar a ser gobierno (p.118). Y en Japón —el primer país occidental en padecer el estancamiento—, Shinzo Abe, un marcado conservador nacionalista que osó un experimento social y económico, le dio un respiro a la economía desde el 2012, pero es poco susceptible de repetirse (p.119).
4-. Finalmente, la repetición. Es lo que marca tanto la cultura literaria y cinematográfica como el debate político. Remakes, franquicias o imitaciones, réplicas (p.135). Hay un reciclaje mas no un cambio drástico (a excepción de los derechos de los gays), y un “deseo de revivir la época heroica de la contracultura en un mundo en el que la contracultura ganó mayoritariamente” (p.150). El ‘fin de la historia’ de Fukuyama —señala de paso— fue mal interpretado: “dijo que ‘sería un tiempo muy triste’ y ‘siglos de aburrimiento hasta que la historia vuelva a empezar de nuevo’” (p.152).
Entonces, ¿es la decadencia sostenible? Apoyándose en estadísticas, el “escapismo virtual” habría disminuido sensiblemente las agresiones sexuales tanto como el entretenimiento virtual, cual pantomima o deporte, tranquiliza a la gente (pp.171-173). Occidente fácilmente podría llegar, con el éxito de internet que ya es un estado de vigilancia en sí, al “estado policial con características liberales”, a un “despotismo gentil” (p.185). Que puede ser duradero y aceptado. ¿Hay alternativas?
Desde fuera, si esperáramos a los bárbaros para salvarnos, no ve en el islamismo “ningún equivalente de los marxistas que en su día poblaron el mundo académico occidental” para tumbar el orden capitalista liberal (p.211). Otro bárbaro es el putinismo, cuya meta es “reunir los tradicionalistas de todo el mundo”, pero lo único que reúne son los países con democracia iliberal (p.213). Lo ve como una variante de la decadencia y no como posible heredero posliberal. ¿Y la poderosa China? “La decadencia asoma en Asia” y China lo sabe (p.219). China ya no puede crecer y alcanzar Occidente, será vieja antes de ser rica. La autocracia de Xi Jinping disimula mal las tensiones internas de los líderes que no se ven como potencia hegemónica algún día.
Desde dentro, nada indica que los movimientos populistas puedan ser una alternativa eficiente. “Oscilan desaforadamente entre la extrema derecha y hasta mucho más allá de la izquierda sin hallar a ningún líder con talento ni un programa claro” (pp.225-26). No están preparados para ser agentes de cambio de régimen. Frente a ello, es más probable que haya “convergencia entre las fuerzas inestables del mundo en vías de desarrollo y los líderes estancados del mundo desarrollado para universalizar una forma seudorrepublicana de oligarquía” (p.227). “Las sociedades decadentes pueden desviarse hacia una cómoda corrupción, una especie de paz podrida” preferible a posibles alternativas (p.233). “Mantener la decadencia puede que sea la labor que nosotros, los afortunados, deberíamos desear que fuera la meta de nuestros líderes” (p.237).
¿Qué podría poner fin a la decadencia? Una catástrofe (drástico cambio climático), un renacimiento (resurgimiento religioso) o la Providencia (p.210). Uno que otro aisladamente no bastaría. “Tiene que ser una multitud de cosas a la vez” (p.293). Salir de la dicotomía ciencia versus religión, fomentar el retorno de la alquimia ciencia y religión (p.295). Pues detrás de la era especial estuvo el espíritu misionero, recuerda. Para Douthat, no hay que descartar un resurgimiento religioso cristiano, un neopaganismo ni “un tecnoutopismo imbuido de religión secularizada”. Hay un lugar en el planeta donde puede darse una alternativa a la modernidad contemporánea (pp.255-256). Un lugar para la esperanza: África, es un caso atípico, no conoce la decadencia (p.255). Un “afrofuturismo”. Continente poco poblado pero fecundo (4’500 millones de habitantes proyectados para 2100) y religiosamente vigoroso. Un cardenal tradicionalista del sur global nacido en Guinea, Robert Sarah, predica la fe católica romana euroafricana. En una homilía en Francia, Vendée, agosto de 2017: “¡Las familias cristianas de todos los lugares deben ser dichosas puntas de lanza de una revuelta en contra de esta nueva dictadura del egoísmo!” (p.265).
Y así cierra su reflexión, Douthat: “Sospecho que lo que actualmente estamos viendo en nuestra sociedad —el giro hacia las simulaciones y las realidades virtuales, descenso de la natalidad, repetición, etc.— está conectado a un nivel muy profundo con la sensación que quedó tras la misión Apolo: que esa esperanza no existe, que literalmente no hay otro lugar al que la humanidad pueda dirigirse” (p.301). Su ensayo invita a salir de la “cuarentena espiritual” post alunizaje y de la culpa de sentirnos indignos del cosmos por haber maltratado tanto la naturaleza. Mirar nuevamente hacia las estrellas. Un Renacimiento con R.