Claire Viricel
En memoria de Omar Gandarillas,
generosa y discreta alma de este portal digital plural
The Madness of Crowds, su título original, es el superventas polémico del periodista y autor británico publicado en 2019. Se propuso dar cuenta mediante abundante documentación de “cómo las políticas de identidad llevaban el mundo a la locura” (subtítulo). Las democracias liberales que son el Reino Unido y los Estados Unidos fueron su campo de investigación, dos sociedades que albergan tanto la Silicon Valley creadora de las redes sociales como los ideólogos universitarios que hicieron conjuntamente posible tal derrotero (p.76). Porque quisieron, más o menos conscientemente, solucionar problemas creando una “nueva religión” que solo invita a la locura por hacer pagar un precio elevado tanto al individuo como a la sociedad (p.339) al crear o exacerbar diferencias que hacen de la convivencia un campo minado.
Diseca en cuatro capítulos los pilares de la nueva ideología post Guerra Fría que son Homo, Mujeres, Raza, Trans y que pasaron a ser centrales para la noción (dogmatizada) de “justicia social” asociada a las de “política identitaria grupal” e “interseccionalidad”. Esta última surgió de la deconstrucción de las certezas biológicas en las facultades de ciencias sociales estadounidenses donde “en el 2006 un 18% de los profesores se identificaba como marxistas y el 21% como activistas” (p.77). ¿Cómo llegaron a politizar hasta la vida privada?
La lucha por la igualdad de los homosexuales que se dio en la posguerra “fue exitosa y revirtió una terrible injusticia histórica” (p.16). Pero se fue transformando. La G de gay no podía ocultar a las lesbianas y bisexuales (LB), la lucha se volvió entonces por la minoría LGB y se extendió hace poco más de diez años a los Trans y Queer (LGBTQ), minorías de minorías, conforme las redes sociales se volvían el vector de la politización de la identidad, sexual y racial.
Un antecedente se halla en la pareja posmarxista argentina Laclau/Mouffe, muy citada, que postulaba que “la noción de lucha de clases debía modificarse para abordar los nuevos sujetos políticos (mujeres, minorías nacionales, raciales y sexuales) cuyo carácter es netamente anticapitalista”. Había que encontrar una nueva clase de explotados para revivir al socialismo, “extender la conflictividad social a una amplia variedad de terreno para el avance hacia sociedades más libres, democráticas e igualitarias” según teorizaron los argentinos. Precisaban que si bien esas minorías no eran explotadas, lo que sí tenían en común era “un enemigo con poder que resulta de la organización social de la sociedad actual, sin duda una sociedad capitalista, pero también sexista y patriarcal, además de racista” (pp.81-83). Así nació la noción de interseccionalidad, que levantó más contradicciones que soluciones.
Otro antecedente se encuentra en los teóricos posmarxistas europeos (Deleuze, Foucault, Gramsci). En los campus anglosajones, el “implacable prisma del poder foucaultiano” resultó pertinente para teorizar que “todo en la vida es una decisión política y un acto político”, lamenta Murray (p.78). Abandonaron el descubrimiento y divulgación de la verdad para “elaborar un tipo peculiar de política y propagandizarlo”. Las ciencias sociales dejaron de ser ciencia para volverse “magia”. “Una fantasía disfrazada de ciencia”. Así llegaron a argumentar que “el género y la raza son constructos sociales” y que el que tiene alguna duda o no entiende, tiene la culpa de no entender la teoría (pp.86-87).
Todo se puede defender con ella, por ejemplo, “la sociedad patriarcal, su ‘cultura de la violación’ homófoba, tránsfoba y racista” (pp.88-89). Otro: “Los hombres son basura es una frase que me encanta porque implica derroche”, sentenció la feminista británica Laurie Penny en Twitter, y terminó victimizándose porque no quiso decir lo que dijo sino que “hay margen para el cambio” (pp.136-137). El objetivo es arrebatar el poder, en clave marxista, “al patriarcado blanco para redistribuirlo entre los grupos minoritarios” pues “arriba del todo en la pirámide del poder se encuentran los varones blancos heterosexuales” que oprimen a los demás. El autor encuentra la retórica de la 4ª ola feminista especialmente violenta e ingrata con sus predecesoras: ‘patriarcado’, ‘privilegio masculino’, ‘machiexplicación’, masculinidad tóxica (estoicismo, competitividad, dominio y agresión), toda una forma de misandria que huele más a venganza que a progreso. “¿Puede criticarse a un hombre por afrontar un cáncer terminal con estoicismo?” (pp.140-142).
¿Hardware o Sotfware? Es la pregunta que divide y arruina vidas en materia de razas y transgéneros. “Nadie quiere sacar a la luz la duda explosiva” (p.205). Cualquier político teme una reacción negativa que se vuelva linchamiento digital (p.212). El dogma no admite equivocaciones. Porque citando a Michael Harriot, un acérrimo dogmático, “la diversidad de pensamiento no es más que un eufemismo de la supremacía blanca” (p.185). Y “la Verdad es un constructo eurooccidental” repiten los estudiantes universitarios (p.187). “Lo importante ahora es la identidad racial del individuo, que lo condena o lo exonera”, recalca Murray (p.219). A los Estudios Negros en los campus, siguieron los Estudios Blancos. Si los primeros fueron “para desestigmatizar a un grupo”, los segundos son para “estigmatizar a otro” (p.169). El “privilegio blanco es cómplice del racismo” según la activista Barbara Applebaum. “Al problematizar a las personas blancas, el antirracismo se vuelve racista”, deplora Murray (pp.170-174). La obsesión por la raza hace creer que el racismo es omnipresente allá donde su ausencia es evidente (p.187). Así el “racismo antirracista” nos pone “al borde del genocidio racial” (p.175).
El campo de “los no binarios” es aún más minado. Trans se define como “cerebro de un sexo que vive atrapado en un cuerpo de otro sexo”. Los periódicos le dedican páginas enteras exigiendo no solo el cambio del lenguaje sino “toda la base científica que lo rodea” (p.251). No hay más ‘transexuales’ sino ‘transgéneros’, se trata de desexualizar el sexo para avanzar hacia la igualdad. “Ahora la idea que se considera correcta es que los trans no obtienen ningún tipo de excitación sexual de la idea de ser trans. Al contrario, odian al sexo” (p.267). Una gran inquietud habita en los padres ante la banalización del fenómeno. Dayly Mirror del 18/12/2018: “Los profesores de primaria deben enseñar que todos los géneros, incluidos los varones, pueden tener la regla” (p.252). “Decir que los niños de tres o cuatro años no entienden el género supone concederles muy poco crédito. Esperar antes de transicionar supone arriesgarse al suicidio, a que los niños se escapen de casa, empiecen a consumir sustancias, sufran acoso y violencia”, dijo una médica y profesora estadounidense en una entrevista (2015). Transicionar es irreversible. Ante el remordimiento solo queda el suicidio (de igual proporción entre trans operados y no operados). Ahora bien “se calcula que para el 80% de los menores diagnosticados con disforia de género el problema desaparece por sí solo durante la pubertad” (p.314).
Murray concluye: “Las nuevas tecnologías no son la única causa del espíritu de acusación y agravio. Pareciera que en algún momento el instinto inconformista del liberalismo se hubiera visto reemplazado por un dogmatismo de corte liberal. Esta actitud dogmática y revanchista podría llegar a derrumbar los cimientos de la era liberal” (pp.312-313).
Mientras en España el activismo izquierdista celebra hoy la ley que permite el cambio declarativo de identidad de género a los 16 años, en el Reino Unido, su aprobación en diciembre pasado llevó la primera ministra de Escocia, la independentista Nicola Sturgeon, a renunciar ayer tras 8 años en el poder…