Todos somos el Joker, en versión teatral. Todos, porque al lavarnos la cara, nos la despintamos. Así, nos hacemos modernos porque siempre –o casi siempre- le engañamos a la sociedad, pero nunca –o casi nunca- al espejo. Por estos días, el grupo argentino La cuarta pared está presentando “El Joker, versión teatral”. Guillermo Ale es el escritor y director de la obra, y Horacio Rafart es el actor y director del grupo. De verdad que, en la obra, ellos logran la preeminencia de la interacción del teatro sobre la imaginación del cine. La obra de teatro es un monólogo. Debía ser así porque de René Descartes, y otros modernos, en adelante, al Joker no le quedó más que hablar consigo mismo. En parte, la tragedia de Arthur, nombre verdadero del comediante fracasado de stand-up llamado Joker, es que no puede fingir normalidad. Solo le queda la exclusión social, o el teatro del castigo. Es que, modernamente, la exclusión deviene en una estrategia cognoscitiva de la locura. Michel Foucault, que fue psicólogo, encuentra que la definición de locura se inicia recién en los siglos XVII y XVIII. Surge un homo psychologicus, conocedor y controlador de la verdad, que en su práctica académica aliena la verdad hasta convierte él mismo en “la verdad de la verdad”. A entender del maestro francés, la modernidad enviste a este hombre, con la falacia autoridad, como el “encargado de poseer la verdad interior, descarnada, irónica y positiva de toda conciencia de sí y de todo conocimiento posible”. Peor aún, Émile Durkheim deviene en el metodólogo del apartamiento social de los locos, pues en sus reglas del método sociológico encontró que tal exclusión se legitimaba en la estadística, y nos aconsejó buscar en la media aceptable de la sociedad. Quedó así establecida, calculada, la línea demarcatoria entre cuerdos y locos. Por supuesto, en la distinción entre la razón y la sinrazón, el Joker quedó en los márgenes, sino en el extra muro, de la sociedad. Es más, semejante razón de la sinrazón llevó al Joker a abrigar la idea de que “El odio es el único sentimiento que nunca prescribe”. La sociedad, auto concebida como normal, se convierte en un teatro absoluto, y asume “legítimamente” la tarea del asalto, de la pateadura al Joker.
Foucault busca comprender la locura reinsertándola en el proceso académico, y cultural. Dice que “En el momento mismo en que se diagnostica la enfermedad, se excluye al enfermo. Por eso podemos decir que los análisis de nuestros psicólogos y de vuestros sociólogos, que hacen del enfermo un desviado y que buscan el origen de lo mórbido en lo anormal, son, ante todo, una proyección de temas culturales”. Encuentra que el concepto mismo de “enfermedad mental” equivaldría a la puerta cognitiva del fracaso clínico. El Joker acaba alienado a la psicología convertida en salud estatal, que incluso lo abandona, y a las pastillas, que lo hacen depender. Nuevamente, recurramos a nuestro pensador francés: “Algún día será posible hacer un estudio de la locura como estructura global, de la locura liberada y desalienada, restituida de alguna manera a su lenguaje de origen”. Es más, nos enseña que cuando la sociedad moderna supera temores como el infierno y el apocalipsis, acoge como nuevo temor a la locura. Es paradójico: a decir del homo psychologicus sólo un 20% de la sociedad peruana tiene algún tipo de trastorno mental, pero los espectadores de “El Joker, versión teatral” nos miramos y nos reconocemos en Arthur y en sus espejos que son el agua que representa su des-conexión con la madre anciana, la ventana que representa su des-adaptación con la sociedad, y el rectángulo donde se pinta y despinta la cara, donde dibuja y desdibuja sus sueños. La psicología jamás podrá dominar la locura: Por eso, también escribe sus micro relatos. Foucaultianamente, todos somos el Joker, en versión teatral.