Punto de Encuentro

El cadáver de mi hermano

El cadáver pandémico de mi hermano Luis Enrique fue una necropoética y una sociología. Lo sé porque en los días de su internamiento hospitalario debí leer el poema ‘Cadáveres’, de Néstor Perlongher, para exponerlo como alumno de la Maestría de Escritura Creativa, en San Marcos.

Para mí, vivir fue sobrevivir, e interpretar fue sobreinterpretar. La voz entrecortada que da aviso y el llanto de la muerte son únicos. María Magdalena, su hija, me llamó a las cinco de la mañana: -«Mi padre ha muerto. Se apagó como una vela». Me dijo que hacía momentos tocó su cuerpo, y que ahora toca su cadáver. Ella fue valiente, pues el amor por su padre la hizo rebelarse a la medicalización pandémica de la vida y la muerte, y a sus mandatos de distanciamiento social y desterritorialización de los cadáveres. También yo debo ser valiente, pues el amor por mi hermano me hace rebelarme a la narrativa pandémica e intentar, a través de la corporeidad del lenguaje de este artículo, devolverle la materialidad a su cadáver, y en él a todos los cadáveres borrados por la dictadura médica. Me anima Perlongher, que también murió por un virus, cuando cree que existe una «lepra creadora».

Para la sociedad, y para mi familia, el cadáver de mi hermano es el de Perlongher. Es que la muerte por coronavirus fue absolutamente sociológica. Hasta parecía que la gestión pandémica significaba el fin de la metafísica de la muerte. La pandemia subvirtió la autodefinición occidental por el rito funerario. Nos arrebató el funeral. La muerte tuvo clase social: la idea de Horacio de que «la pálida muerte» llamaría por igual a la cabaña del pobre que al castillo del rey se hizo falsa.

La muerte fue etaria, a los viejos se les dejó morir: la imagen de Baltasar Gracián de que «La muerte para los jóvenes es naufragio y para los viejos es llegar a puerto» también se falseó. Se produjo un estigma sobre el muerto, que se expresó en la prohibición del velorio, en la conducción del cadáver del hospital al crematorio. No hay amortajamiento ni maquillaje mortuorio. Incluso, hubo cadáveres abandonados y hasta quemados en las calles de Ecuador. Al familiar muerto no se le veía jamás.

El cadáver de mi hermano, como todos los fallecidos por coronavirus, era el anticadáver de César Vallejo. Lo supe cuando viajé a Pacasmayo. Los vecinos de mi madre colocaron globos negros en sus puertas, para alejar la muerte.

Lejos quedó Eurípides y su idea de que «las exequias suntuosas sirven para satisfacer la vanidad de los vivos». Perlongher dice que de lo que se trata es de dónde «poner el cuerpo». Se produce, entonces, el desplazamiento del lugar de la muerte: no se muere en casa, sino en el hospital; no se le vela en casa, sino que se le crema y se le lleva directo al cementerio.

El funeral pandémico es sin funeral. Sin ceremonia. No se trató ya de la dicotomía entre funeral religioso o funeral laico. La dictadura pandémica parecía ser una dictadura militar latinoamericana de los años setenta del siglo pasado, en algunas de las cuales se decía que los cadáveres «no están ni vivos ni muertos, sino desaparecidos». Es que la muerte por coronavirus se produce con inmediatez.

El coronavirus ha corregido la idea de que la muerte repentina es la mejor manera de morir, pues se muere por asfixia. Jamás pensé que Luis Enrique moriría. Conversé con él hasta el último. Se arrancó la máscara del oxígeno. Para la necropoética y la sociología de Perlongher, el cadáver de mi hermano sería la sociedad pandémica misma.

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