Rafael López Aliaga es (y debe seguir siendo) el Tío Porky, por la heterotopía de la política peruana. En parte, o en mucho, la identidad de este político no se define por lo que realmente es él, sino por aquello que representa la figura icónica de Porky. Es así: López Aliaga se ha convertido en el referente del cerdito antropomorfo más querido de nuestros dibujos animados: Ha tomado sus cualidades: Es bueno, ingenuo, tímido, alegre y tartamudo; a la vez que es pro vida, pro familia, anti aborto, anti ideología de género, miembro del Opus Dei, célibe y hasta auto flagelado. Semejante trasvase de personalidad tiene que ver con la representación de un ícono que media entre la realidad y la irrealidad. Principalmente, son los jóvenes, entre las generaciones bicentenario y millennial, los que crean y legitiman arquetipos y espacios políticos y sociales heterónomos que no se localizan en la normalidad del lazo social, sino que se hallan en espacios electronales y alternos como, por ejemplo, los producidos por la Warner Bros y Disney. Es que, en términos políticos, y hasta ciudadanos, entre nosotros el homo typographicus ha cedido casi completamente ante el homo videns. Michel Foucault parece entender que, en política, las heterotopías son más incumbentes que las utopías, pues las primeras están acá y ahora: Las define como “una especie de utopías efectivamente realizadas en las que los emplazamientos reales, todos los demás emplazamientos reales que es posible encontrar en el interior de la cultura, están a la vez representados, impugnados e invertidos, son una especie de lugares que están fuera de todos los lugares, aunque, sin embargo, resulten efectivamente localizables. Ya que son absolutamente distintos a todos los demás emplazamientos que ellos reflejan y de los que hablan, llamaré a estos lugares, en oposición a las utopías, heterotopías”. La popularidad del Tío Porky es la expresión más elocuente de la heterotopía como la alteralidad del espacio social, casi como el lugar del no lugar que es percibido como espacio veraz y legítimo de la realidad.
Porky es la referencia del Tío Porky, y a la vez éste es la referencia de López Aliaga. He ahí el orden de inversión de una realidad política. El personaje icónico, o la caricatura, ha devenido en referencia identitaria de la “persona real” del político. Por la genialidad del símil, López Aliaga ha logrado convertirse en el hombre bueno de una derecha buena, popular y hasta chola. Incluso, ha logrado convertirse primero en la representación de Porky, y después en la de cualquier otro político de derecha. Por supuesto, el Tío Porky tiene sus detractores: Jaime Bedoya, editor de El Comercio, escribió un artículo estableciendo diferencias de personalidad entre Porky y el Tío Porky. Entre ellas, destaca, como la más perspicua, que Porky tiene por novia solapa a la chanchita Petunia, en tanto que el Tío Porky se castiga solo; y concluye: “Rafael López Aliaga, usted no es Porky Pig”. Bedoya ignora el orden en el que la comunicación política ha invertido la realidad: López Aliaga es el Tío Porky, no es Porky Pig. Es más: López Aliaga debe seguir siendo, y creyéndose, el Tío Porky, por el espejo de la heterotopía. Al punto que, para su propia clínica política, podría hacer suyas las palabras precisas de Michel Foucault: “En el espejo me veo donde estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente tras la superficie; estoy allá lejos, allí donde no estoy, soy una especie de sombra que me da mi propia visibilidad, que me permite mirarme allí donde estoy ausente: utopía del espejo. Pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo existe realmente y en que posee, respecto del sitio que yo ocupo, una especie de efecto de remisión”. Finalmente, López Aliaga es (y debe seguir siendo) el Tío Porky, porque en el espejo él se ve a sí mismo, como en la heterotopía sus electores ven a Porky.