Juan Evo Morales Ayma no es indígena, ni es líder de los indígenas; lo suyo forma parte de los juegos discursivos de la verdad y de la mentira. Él es una representación. Ni más, ni menos. El éxito de su representación, pues ha sido presidente por muchos años, le da la autoridad de lo verdadero. El presente artículo tiene su referente empírico en el siguiente libro: Nicolás Márquez (2012): El impostor. Evo Morales, de la pachamama al Narco-Estado. Buenos Aires: ContraCultura.
La imagen política de Morales deviene en falsa, pues no es indígena, ni campesino. Mario Vargas Llosa ha dicho que basta oírlo hablar para darse cuenta que “no es un indio, sino un mestizo cultural”. El nobel tiene razón, pues el personaje no habla quechua, ni aymara. Peor aún, Morales ha instalado una dictadura de “socialismo de baja intensidad” que oprime a los indígenas y que, en verdad, se encuentra en la tradición de la mita, del yanaconaje. Lo suyo es el enmascaramiento, la propaganda política. Por ejemplo, en su primera marcha, de 1992, Morales no se muestra como indigenista, menos como comunista. Michel Foucault habla de los “juegos de verdad”, para referirse a “un conjunto de reglas de producción de la verdad… un conjunto de procedimientos que conducen a determinado resultado, que no puede ser considerado, en función de sus principios y de sus reglas de procedimiento, como válido o no, vencedor o perdedor”.
El maestro francés parece dejar su nihilismo cuando se ocupa de la verdad, y la convierte en el centro de su filosofía. Dice no conocer otra definición de filosofía, que no sea la de ser una política de la verdad. Nietzscheanamente, asume que el trabajo de la filosofía es la búsqueda de una verdad intemporal, y de una historia de los “juegos de verdad”. Morales contradice a Foucault, y a la voluntad de verdad. Pero, sí aplica en lo que el francés llama “la historia externa” de la verdad, pues ha sabido utilizar, con trampa, los soportes institucionales y las reglas de juego que producen formas de subjetividad, dominios de objetos, y hasta tipos de saberes en la sociedad. Morales es objeto de estudio de las ciencias sociales, y ha hecho parir libros complacientes sobre su biografía.
Morales no tiene el espíritu del indígena, pero sí el instinto del animal político. Como Foucault, él sabe que todas las sociedades poseen su particular economía política de la verdad. Parece operacionalizar a nuestro filósofo social, pues sabe que la verdad y la mentira son producidas y distribuidas bajo el dominio de los aparatos políticos y económicos, y éstas son el resultado de los juegos de la política y las luchas sociales. Morales, pareciera que foucaultianamente, tiene muy en claro que la relación entre el poder y la verdad tiene algunas de las proposiciones que enumera Edgardo Castro en su Diccionario Foucault:
1) “la ‘verdad’ está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la sostienen, y a los efectos de poder que ella induce y que la acompañan”; 2) “este régimen (de la verdad) no es simplemente ideológico; ha sido una condición de la formación y el desarrollo del capitalismo”; 3) “no se trata de liberar la verdad de todo sistema de poder, lo cual sería una quimera porque la verdad es en sí misma poder, sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía (sociales, económicas, culturales)”. Morales nunca salió del Chapare, el equivalente boliviano del Vraem peruano, ni dejó de ser el jefe de las seis federaciones de cocaleros del trópico de Cochabamba que obran como parte de la mafia del narcotráfico, que bien podrían ser el equivalente boliviano de una supuesta federación de varios sindicatos de construcción civil dedicados a la extorsión en ciertos lugares del Perú. Morales le podría ganar la pulseada política al actual presidente Luis Arce, porque ha hecho un país, un partido y hasta un sentimiento para él. Evo Morales podría volver a ser presidente de Bolivia, y un peligro mayor para el orden político de Perú y el resto de América Latina, en un juego de la verdad y de la mentira.