Punto de Encuentro

¿La historia se repite como farsa?

Fue Carlitos Marx quien escribió, en su «El 18 Brumario de Luis Bonaparte»: «Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa». La frase me viene dando vueltas en la cabeza al ver cómo marchan los acontecimientos para Nadine Heredia Alarcón –a la sazón, factótum del gobierno y cónyuge de quien fuera elegido para ejercer la primera magistratura de la Nación pero decidiera delegar el encargo en ella– envuelta en un lío de esos que uno no tiene la menor idea acerca de cómo van a terminar. 

Hace dos décadas y tres años, otro presidente de la República enfrentó otro problema conyugal. Al igual que hoy, el presidente de la República había sucedido a Alan García y levantado estandartes contra las fuerzas políticas históricas. Al igual que hoy, carecía de mayoría parlamentaria y, salvo contadas excepciones, sus voceros congresales mostraban tristes falencias. Al igual que hoy, el problema involucraba ropa y dinero. Al igual que hoy, todo hacía presagiar que el presidente de la República sucumbiría ante el embate de la prensa y el poder fiscalizador del Parlamento. Al igual que hoy, la seguridad de todos los peruanos estaba en peligro y la economía andaba mal. Al igual que hoy, el Congreso era el punto neurálgico para definir el destino del país y debía evitarse a toda costa que se pronunciara. Al igual que hoy, el Poder Legislativo y las fuerzas políticas estaban hundidos en el descrédito. Al igual que hoy, Alan García había salido indemne del intento de procesarlo e inhabilitarlo. Al igual que hoy, las fuerzas armadas habían sido copadas por los promocionales de alguien que terminaría preso en la Base Naval del Callao. Al igual que hoy, la honradez fue la promesa que impulsó al jefe de Estado para alcanzar su cargo. 

A diferencia de hoy, el jefe del Estado no estaba saliendo en defensa de su esposa, sino que se defendía de la carga de su cónyuge. A diferencia de hoy, había ropa de por medio, pero no de marca sino donada que familiares del presidente de la República vendían usando el nombre de la primera dama. A diferencia de hoy, el peligro era el terrorismo y no las bandas de delincuentes que asaltan y extorsionan por doquier. A diferencia de hoy, los males económicos habían sido heredados de administraciones anteriores y no creados por la ineptitud de quien no supo aprovechar todo lo bueno que le legaron sus predecesores. A diferencia de hoy, el Congreso estaba en receso parlamentario y bastaba con disolverlo para impedir su reinstalación. A diferencia de hoy, Alan García parecía dispuesto a zarandear el sistema político. A diferencia de hoy, las fuerzas armadas poseían la potencia suficiente como para asestar un golpe de estado y sostenerlo. A diferencia de hoy, el presidente de la República gozaba de aprobación y crédito entre la ciudadanía. A diferencia de hoy, la gente estaba dispuesta a sacrificar su libertad a cambio de un poco de seguridad temporal. 

El inventario de similitudes y diferencias entre la situación del Perú en 1992 y el 2015 podría extenderse más, pero lo señalado basta para tener una sensación de ya vivido y comprender los riesgos de ello para una sociedad de institucionalidad precaria, baja adhesión a la democracia y pobrísimo sentimiento constitucional. También permite advertir que el recurso al cierre del Congreso no es tan sencillo como algunos parecen creer. Las diferencias apuntan a la posibilidad de que se reedite la tragedia de los hermanos Tomás, Marcelino, Marceliano y Silvestre Gutiérrez, allá por julio de 1872. 

Los propulsores de la tesis de que el presidente de la República –o quien hace sus veces– disuelva el Parlamento si éste deniega una cuestión de confianza al premier deberían leer lenta y cuidadosamente el artículo 132° de la Constitución, que confiere dicha potestad de ejercicio facultativo al jefe del Estado, para ver que tiene como condición de aplicación que el Congreso haya censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros. Entender la institución de la censura los obligará a repasar con igual lentitud y cuidado los artículos 64°, 68°.c y d, 78° y 86° del Reglamento del Congreso, que distinguen entre censura del Consejo de Ministros y censura individual a los ministros. Entonces podrían entender que la censura de Ana Jara fue individual, aunque por su condición de presidente del Consejo de Ministros ocasionara una crisis total del Gabinete. El Congreso, por tanto, no ha negado la confianza ni censurado ningún Consejo de Ministros y, en consecuencia, el presidente de la República no estaría habilitado para disolverlo ante una denegación de confianza al premier Cateriano.

Por otra parte, disolver el Congreso es más un problema que una solución. El país elegiría un nuevo Parlamento en cuatro meses y, a la velocidad que el jefe del Estado viene perdiendo respaldo ciudadano, afrontaría la salida del poder con un Congreso totalmente dominado por sus contrincantes y adversarios. La lavada le costaría más que la camisa. A menos, por supuesto, se proponga cerrar el Congreso y no llamar a elecciones. Ello significaría quebrantar el orden constitucional y establecer una dictadura. La opción mueve a preguntarse cuánto tiempo duraría ese experimento y cuáles serían las consecuencias para sus perpetradores. Hace algunos años, durante el desplome del régimen autoritario de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, este último y unos entorchados avanzaron planes para un golpe de Estado y, si no me equivoco, todavía purgan prisión por ello. Sería bueno que alguien les contara esto a los promocionales de Ollanta Humala, si por allí han oído el susurro de seguir al comandante supremo de las fuerzas armadas –digo, es un decir, sabemos que quien comanda es otra persona– en un zarpazo antidemocrático. 

La junta del hambre (de venganza en ciertos periodistas) con la necesidad (de escapar del lío) podría hacer que el presidente de la República tome la errada decisión de disolver el Congreso, de contar con la complicidad del premier Cateriano para plantear una cuestión de confianza que le fuese denegada. El hecho de que personas con acceso a la Casa de Pizarro agiten esa opción debiera mover a la oposición democrática a organizarse para conjurar todo peligro de inmediato y sin esperar al 26 de julio. La ruta de escape es censurar a la Mesa Directiva y reconstituir las comisiones, especialmente la Comisión Permanente, para que reflejen el actual estado de cosas parlamentario. Así, si Ollanta Humala se atreviera a disolver el Congreso, tendría que gobernar durante el interregno de disolución parlamentaria con una Comisión Permanente dominada por la oposición. El drama de 1992 se repetiría este 2015 como farsa.

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