Perú es uno de los países con mayor proyección de desarrollo en nuestra región; sin embargo, en los últimos dos quinquenios, esta proyección se ha visto entorpecida debido a las constantes crisis políticas que hemos atravesado y al visible debilitamiento de la institucionalidad.
A pesar de esta crisis, el país ha logrado mantenerse a flote, pero a medida que descendemos hacia el vacío y presenciamos el desmantelamiento del Estado como entidad rectora del país, se hacen visibles una serie de problemas. La inseguridad ciudadana, considero, es solo la punta del iceberg en la destrucción del tejido social peruano, minado en estos últimos años como resultado, en primer lugar, de la inestabilidad política y la migración proveniente del norte de la región. Esto se vio agravado por la pandemia, que intensificó las carencias del sistema y del Estado, y sirvió como caldo de cultivo para empoderar a oportunistas que usaron el caudillismo y el mesianismo como vehículo para alcanzar el poder.
En esta etapa, ya se implementa una cacocracia en la república, donde la población quiere creer en algo que le permita ver la luz al final del túnel de tantas crisis políticas, sociales y económicas de los últimos años. Sin embargo, lo único que observa es cómo los tres poderes del Estado están en manos de pillos. Se ha intensificado el copamiento de las instituciones por parte de ciertos grupos para desarrollar su propia agenda, mientras somos testigos de un nivel de corrupción sin precedentes.
Lo que vemos hoy en día es consecuencia de una república dividida, atomizada en todos los sectores sociales, desunida en su visión de progreso. Este escenario ha sido también perfecto para que la criminalidad organizada eche raíces en nuestra querida patria. Esto no es ficción; es nuestra realidad: asesinatos, extorsiones y otros crímenes que muchas veces quedan en el olvido.
Es en estos momentos cuando se necesita un reformador, un visionario que tome las riendas de la administración del Estado y adopte las decisiones correctas. El famoso “piloto automático” llegó a su fin; el crecimiento económico promedio del 5% es solo una ilusión. Sin embargo, si se toman las decisiones correctas, podríamos retomar el crecimiento que experimentamos en la segunda década del presente siglo.
Perú podría ser la estrella de la región, ya que tiene los medios y los recursos para lograrlo. Lo único que falta es una clase política competente; seguimos inmersos en problemas que llevan décadas sin resolverse. Educación, empleo y seguridad deberían ser las principales preocupaciones de nuestros gobernantes. Sin embargo, lo único que parece estar en su agenda es salvarse de la cárcel o, en algunos casos, seguir beneficiándose de los recursos públicos.
Si no cambiamos nuestro rumbo, a pesar de todas las oportunidades favorables que tenemos, será una triste oportunidad perdida. Necesitamos nuevos políticos con vocación de servicio; la política no tiene que ser siempre “el quehacer de los peores”, sino convertirse en “el quehacer de los mejores”, y esto no se logrará hasta que tengamos líderes reformadores. Quitémonos la idea de que la reforma consiste en cambiar la constitución a través de una asamblea constituyente; debemos ver el bosque, no el árbol. La reforma debe ser total, lo que implica una reestructuración del Estado peruano.
No esperemos más; estamos a tiempo de cambiar nuestro país. Solo es cuestión de decisión y de exigir a los políticos que cumplan con el papel que la historia y los peruanos les exigen.