El Perú vuelve a transitar por un terreno minado de incertidumbre y tensión. La delincuencia se ha instalado como un flagelo cotidiano, los paros y movilizaciones resurgen con fuerza en distintas regiones, y los discursos radicales ganan terreno en medio del cansancio social. Todo esto ocurre mientras el calendario avanza hacia las elecciones de 2026, en un contexto donde la frustración ciudadana se convierte en el combustible perfecto para el populismo.
La indignación del pueblo es legítima: años de corrupción, inseguridad y falta de oportunidades han erosionado la confianza en las instituciones. Pero lo verdaderamente peligroso es cómo ciertos sectores políticos buscan aprovechar ese malestar para volver al poder sin pasar por el voto ni por las reglas del juego democrático. En lugar de construir soluciones, promueven la confrontación y el desgobierno, sabiendo que el caos siempre favorece a quienes viven del desorden. Se presentan como “defensores del pueblo”, pero en realidad buscan incendiar lo poco que aún sostiene al país.
Cada ruptura política deja heridas profundas. Cada intento de vacancia o cambio abrupto paraliza inversiones, destruye empleos y debilita aún más la confianza ciudadana. En este ciclo de crisis permanente, el Perú pierde algo más que estabilidad: pierde horizonte.
No se trata de defender a un gobierno ni a un liderazgo en particular, sino de rescatar el principio de legalidad y el valor del orden constitucional. La democracia no se fortalece derribando gobiernos, sino corrigiendo errores dentro de las reglas que nos hemos dado. Romperlas por indignación es abrir la puerta al autoritarismo o al caos.
La prioridad nacional debería ser clara: frenar la violencia, combatir la delincuencia organizada, reactivar la economía y reconstruir la confianza entre ciudadanos y Estado. Para eso se necesita liderazgo sereno, pero también una ciudadanía madura, capaz de distinguir entre la protesta legítima y la manipulación política. No toda indignación es constructiva; cuando se transforma en furia sin dirección, termina sirviendo a los mismos que dicen combatir.
Los agitadores de turno lo saben. Azuzan el miedo, polarizan el debate y venden el desorden como justicia social. Pero la historia peruana es clara: los atajos políticos nunca traen progreso, solo nuevos retrocesos.
Hoy el país vuelve a estar al filo de la navaja. De un lado, el abismo del desgobierno y la manipulación; del otro, la posibilidad de reconstruir desde el orden, la serenidad y la razón. No hay soluciones fáciles, pero sí una decisión urgente: rechazar la política del ruido y apostar por la estabilidad como base de cualquier transformación duradera. Porque sin instituciones firmes, no hay democracia posible.