Así como hay procesos de democratización de una sociedad, en los cuales la política reemplaza a la imposición y el derecho fulmina a la arbitrariedad, también hay procesos de involución democrática, como los que vivió Alemania antes de la victoria electoral de Hitler o Venezuela antes de la llegada de Chávez al poder, en ambos países la crisis económica y social no tuvo adecuada respuesta de los moderados, terminando por polarizar el espectro político, sometiendo al electorado a la manipulación de sus emociones básicas.
Se caracterizan por la creciente deslegitimación de los partidos políticos moderados, el grave cuestionamiento a las instituciones del sistema y el divorcio entre representantes y representados. Los grupos interesados en destruir el orden magnifican las naturales contradicciones entre los diferentes sectores de la sociedad y trabajan permanentemente por la desconfianza del ciudadano hacia la élite política. Claro, muchas veces ésta hace lo suyo evitando tomar decisiones importantes que signifiquen niveles de impopularidad, alimenta con su inconducta y su poca transparencia crecientes rumores de corrupción generalizada, o simplemente deja de efectuar la imprescindible labor de intermediación entre las tendencias e intereses existentes en determinados grupos sociales con los órganos constitucionales que pueden satisfacer esos deseos.
Ese mismo proceso de involución democrática amenaza en nuestro país acrecentar la brecha de los políticos con presencia permanente en labores de intermediación y el resto de la sociedad, que en buena medida está dejándose seducir por un discurso cercano al de la antipolítica, de intolerancia y odio hacia el adversario, percibido esencialmente como un enemigo a destruir, no solo a vencer.
En ese escenario surge la necesidad de corregir la legislación política y electoral, escuchando a quienes sí tienen experiencia en el trabajo partidario real, a fin de fiscalizar el mínimo necesario de los procesos internos, fortaleciendo a los partidos políticos con vocación de permanencia y contenido doctrinario, y permitiendo que el Estado se concentre en garantizar la transparencia de los ingresos y gastos de todas las agrupaciones, incluso el de sus dirigentes y de todos los cargos públicos de importancia. Quien ingresa al servicio público no necesita el secreto financiero y bancario.
Para la supervivencia y mejora de nuestra democracia, resulta imprescindible restablecer tanto la creencia de los ciudadanos en que las personas que dirigen el Estado están empleando toda su capacidad en tratar de solucionar los problemas de la sociedad, como la confianza en la integridad de los líderes políticos por encima de su perspectiva ideológica. De lo contrario, no tardará nuestro país en caer en manos de otro aventurero en procura de emociones fuertes y dinero fácil.