La democracia es un sistema de convivencia, en el que todos los grupos sociales pueden confrontar sus intereses y tendencias contradictorios sin que la solución sea fruto de la voluntad de una sola persona, pues en los procesos de decisión participan todos los que tengan interés en cada tema, a través de intermediarios, los políticos profesionales, y sin que lo decidido sea inobjetable, ya que puede ser abordado por una nueva mayoría.
En ese contexto, la representación política cumple una importante función, permite que el representante de los electores asuma la responsabilidad de tomar decisiones complejas, sobre las cuales el ciudadano promedio no posee la información suficiente y, por el contrario, podría decidir en base a prejuicios o a intereses inmediatos. El sistema supone que el representante, que idealmente es un político profesional dedicado al estudio de los asuntos públicos con algún nivel de especialización, tiene la información y la perspectiva necesarias para elevarse por encima de sus propios intereses, y construir así reglas en beneficio del Bien Común.
En esa lógica por ejemplo, la Constitución peruana prevé que no se pueda convocar a referéndum para suprimir o modificar normas de carácter tributario y presupuestal, tratados internacionales ni derechos fundamentales. Ese mismo razonamiento debió haber predominado en el Reino Unido, para evitar que David Cameron, el renunciante primer ministro, sometiera a referéndum la decisión de continuar o no en la Unión Europea, exponiendo al humor del electorado lo que costó construir durante más de medio siglo.
El ciudadano de a pié tenía motivos válidos para votar con contra la inmensa y dorada burocracia de Bruselas y Estrasburgo, que predicaba solidaridad con los países de economías menos eficientes, sin que importaran las crecientes demandas sociales por mejores condiciones de vida al interior del país. A ello se sumó, un desacertado manejo político de la migración y de la movilidad laboral por mandato legal europeo. El grueso de la clase política instalada en la Cámara de los Comunes sostuvo la necesidad de continuar en Europa y sólo algunos pocos irresponsables mantuvieron las banderas del Brexit.
El resultado ha sido desastroso, ninguno de los partidarios del Brexit ha tenido el valor de asumir las consecuencias y postular al gobierno, y un importante porcentaje de electores ya ha cambiado de opinión al conocer la gravedad de las consecuencias de haberse separado de la UE. Nadie asume el costo político por la decisión tomada y la incertidumbre campea en la City londinense, atónita ante la estampida de bancos y empresas que se mudan llevándose consigo decenas de miles de empleos.
Las decisiones las debe tomar el gobierno con la mayoría parlamentaria. Por eso, los ciudadanos destinan parte de sus impuestos a pagar el sueldo de la clase política, la misma que tiene la responsabilidad de debatir y acordar, con maduro razonamiento los grandes problemas que enfrenta una sociedad, asumiendo plenamente el costo político que pudiera derivar de sus decisiones.