Ernesto Álvarez Miranda
Antes de recomendar cualquier mecanismo para elegir a los magistrados del Consejo Nacional de la Magistratura es preciso definir, cuál es el objetivo que perseguimos con la reforma. Si se trata de democratizar la selección, entonces la elección universal podría ser una opción, aunque claro, profundizaría los defectos ya obtenidos con la elección a cargos de los Colegios Profesionales. Si, por el contrario, buscamos magistrados de mayor calidad y trayectoria, a fin de que sus decisiones tengan una mayor incidencia en la óptima selección de jueces y fiscales para mejorar el sistema de administración de justicia, deberemos adoptar reglas que incentiven la postulación de mejores candidatos, no siempre deseosos de enfrentar campañas electorales y la crítica pública de sus colegas y, al mismo tiempo, establecer un perfil del magistrado deseado, a fin de que los requisitos cumplan con establecer un estándar mínimo de suficiencia profesional.
El modelo seguido por nuestra Constitución es el de los Consejos Superiores de Justicia europeos, que combinan representantes de la propia judicatura con representantes designados por los órganos de decisión política. Cuando los primeros tuvieron más peso institucional, se logró el efecto de generar autonomía e independencia, que en Italia al menos, permitió el fenómeno denominado “Tagentópolis” o también “Manos Limpias”, por el que jueces y fiscales destruyeron un complejo sistema multipartidario de corrupción institucionalizada, provocando inclusive profundos cambios en el sistema de partidos. Está claro que, si se sienten fuertes, quienes defienden el Derecho actuarán con independencia con respecto a quienes pugnan por el Poder.
Con esas premisas, proponen que los requisitos para ser magistrado contemplen la necesidad de ser abogado, acreditar una trayectoria no menor de 15 años en el ejercicio de la cátedra en universidades licenciadas, el grado académico de Maestría o su equivalente en el extranjero, y no tener procesos penales en curso. A partir de allí convendría definir a las instituciones que designen magistrados, siempre en la idea de fortalecer el modelo, tratando de emular a sus pares europeos.
Los operadores directos de Justicia Ordinaria deberían nombrar a dos magistrados: uno designado por Poder Judicial; el otro, por el Ministerio Público, en ambos casos, elegidos con el voto favorable de la mitad más uno del número de jueces o fiscales supremos. El tercer magistrado debería provenir de votación calificada del Tribunal Constitucional. El cuarto elegido por la mitad más uno del número legal de miembros del Congreso. El quinto debe ser presentado por el Presidente de la República en virtud de un acuerdo del Consejo de Ministros. El sexto designado por las seis Facultades de Derecho públicas más antiguas. Y el séptimo por las seis más antiguas Facultades de Derecho particulares, con licenciamiento vigente.
De esa manera se combinaría representantes de la judicatura, de los órganos constitucionales y de la academia, seleccionados en procesos donde prime la seriedad y la debida consideración a los profesionales que decidan postular.