En una sociedad democrática, los partidos políticos deberían constituirse en piezas fundamentales que permitan evidenciar la pluralidad política de una sociedad. En tal sentido, deben actuar como agentes que trasladen las necesidades sociales y políticas de la ciudadanía ante las autoridades elegidas por votación popular.
Sin embargo, la realidad nos refleja que los partidos lejos de cumplir con ese rol, hace bastante tiempo han dejado de representar a los ciudadanos y, en el mismo sentido, resulta evidente que estos no se identifican ni se sienten representados por aquellos.
Encontrar las razones que explican este distanciamiento entre partidos y ciudadanía no es una tarea que demande mucho esfuerzo, podríamos mencionar por ejemplo la sensación generalizada de corrupción que envuelve a los partidos, la baja calidad de los candidatos que presentan, la falta de renovación de líderes partidistas, inocultables blindajes parlamentarios, el transfuguismo generalizado, la ausencia de ideologías, etc.
Pero sin duda, esta disociación hizo cumbre cuando observamos la conducta del Parlamento elegido en el 2016, donde fuimos testigos como un partido que contaba con una abrumadora mayoría parlamentaria (73/130) y teniendo prácticamente la mesa servida para que a través de una eficiente gestión parlamentaria cimentaran el camino para que su líder, que había perdido en el balotaje en las dos últimas elecciones, accediese a la Presidencia el año del bicentenario, mermaron dicha.
Y decimos bien que redujeron en posibilidad y lo hicieron a pulso. Tomaron el control del poder legislativo e intentaron hacerlo desde allí en todos los niveles que pudiesen, interfiriendo por ejemplo en la promoción o remoción de jueces y fiscales, en el Consejo Nacional de la Magistratura, colocando en cargos de importancia a quienes no tenían experiencia alguna en las labores a desarrollar (BCR), cuestionando al ejecutivo permanentemente, archivando denuncias constitucionales, promoviendo normas en beneficio propio, dilatando o encarpetando normas de interés general, etc., de modo tal que esta partidocracia limitó sustantivamente el ejercicio real de la democracia asemejándose a una dictadura parlamentaria ganándose por amplio margen la desaprobación popular.
Pero el germen de este despropósito quizás haya quedado al margen de todo análisis reciente cuando los expertos olvidaron recordar a la ciudadanía algo que se me antoja indispensable, hacer hincapié en el origen de los integrantes de la otrora mayoría parlamentaria, los cuales, casi en un 80%, no provenían de las huestes partidarias que los llevó al Parlamento pues eran mayoritariamente invitados, algunos con un pasado que los involucraba en varios partidos previos. De otro lado, también quedó en evidencia que su inclusión en las listas de candidatos reveló que fueron puestos en contienda sin un filtro que atestiguase su idoneidad.
Pese a todo, y sin discutir la posibilidad o no de la presentación de los parlamentarios disueltos en las próximas elecciones congresales de enero, decisión que es exclusiva del JNE, debemos admitir que nuestra capacidad de sorpresa se pone una vez más a prueba cuando advertimos que varios de éstos ex parlamentarios, han manifestado su intención de volver a presentarse, como si la historia reciente no contase y la opinión pública no les importase.
No obstante, llama más la atención que muchos de ellos lo harán inclusive por otros partidos!, es decir, la historia se repite, priman los intereses personales antes que los cuadros partidarios y una vez más aparecen en escena y sin tapujos los vientres de alquiler.
Dado este escenario solo nos queda invocar una vez más un voto consiente y reflexivo, pues no nos gustaría que el remedio sea peor que la enfermedad.