En el Perú, la volatilidad en los cargos ministeriales —donde ministros duran pocos meses en el cargo y los gabinetes se reestructuran con alarmante frecuencia— no es solo una anomalía política, sino un reflejo de las deficiencias del diseño institucional y de las dinámicas estratégicas propias de un sistema político fragmentado. Este fenómeno, lejos de ser una mera anécdota de la coyuntura, evidencia los problemas estructurales de un presidencialismo parlamentarizado mal calibrado, donde las reglas del juego incentivan comportamientos cortoplacistas y de alta incertidumbre.
La teoría de los juegos aplicada a la política ayuda a iluminar estas tensiones. En un contexto donde Ejecutivo y Congreso actúan como jugadores racionales que buscan maximizar sus intereses —políticos, electorales o ideológicos—, la desconfianza mutua y la ausencia de incentivos para la cooperación generan un entorno de suma cero. Cualquier ganancia del Ejecutivo es percibida como una pérdida por parte del Legislativo y viceversa. En este tablero, los ministros son peones fácilmente sacrificables para evitar crisis mayores o para enviar señales de fuerza política.
Desde el diseño institucional, el Perú transita por un híbrido institucional con tintes parlamentarios en un régimen presidencial. La figura de la “cuestión de confianza” y la facilidad para censurar ministros o forzar renuncias mediante interpelaciones sucesivas han convertido al Congreso en un actor con enorme capacidad de bloqueo, sin necesariamente asumir el costo de gobernar. Esto genera un equilibrio inestable donde los incentivos están alineados para promover el desgaste mutuo y la parálisis, más que la gobernabilidad.
La consecuencia práctica es una dinámica perversa: los ministros se convierten en fusibles de un sistema que se recalienta con frecuencia. Su escasa duración en el cargo impide consolidar políticas públicas, debilita la tecnocracia estatal y envía señales negativas a la ciudadanía, que percibe a la política como un espacio de conflicto constante y no como un instrumento de solución. Además, se vuelve habitual la selección de ministros con criterios de conveniencia política coyuntural más que por su idoneidad técnica o visión estratégica.
Este problema se agrava en contextos de alta fragmentación partidaria y baja institucionalización de los partidos políticos. La lógica de juego se asemeja más a un dilema del prisionero repetido: cada actor desconfía del otro, opta por la traición (censura, obstrucción, retiro de confianza) antes que, por la cooperación, generando un círculo vicioso de inestabilidad. La ausencia de acuerdos programáticos mínimos y la primacía de intereses particulares sobre el interés general refuerzan este comportamiento estratégico disfuncional.
¿Qué soluciones ofrece el enfoque institucional? Primero, es necesario repensar el equilibrio de poderes. Una reforma constitucional que clarifique los límites del control político del Congreso, sin eliminar su rol de fiscalización, podría reducir los incentivos al uso estratégico de herramientas como la interpelación o la censura. Segundo, fortalecer la carrera pública y la estabilidad del alto funcionariado técnico permitiría amortiguar los efectos del recambio político frecuente. Tercero, avanzar en la reforma de los partidos políticos, fomentando su institucionalización y representación real, ayudaría a reducir la fragmentación y a establecer reglas más cooperativas en el juego político.
En suma, la volatilidad ministerial no es un mero indicador de debilidad política de un gobierno o de crisis coyuntural: es un síntoma estructural de un sistema donde las reglas del juego político están mal diseñadas y promueven estrategias defectuosas para la gobernabilidad. Si queremos un Estado que funcione, necesitamos rediseñar los incentivos para que los actores políticos cooperen más y destruyan menos.