Alan García se suicidó en el mayor acto de resistencia al biopoder caviar. Michel Foucault conceptuaría tal inmolación como “el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva”. La historia de García, durante las dictaduras fujimorista y caviar, pudiera ser la narrativa de unos pasos ligeros y agonistas, biológicos y políticos, en la línea o en la escalera de la vida y de la muerte. La fatalidad de la mañana del 17 de abril de 2019 entrañaba la siguiente paradoja: García podía escoger la vida a condición de aceptar ser sujeto-sujetado y por supuesto un “mito político muerto”; o podía escoger la muerte para redescubrirse como sujeto-espíritu y ciertamente como un “mito político vivo”. Por esos días, el biopoder caviar buscaba tomar los cuerpos de los políticos de oposición para vejarlos y encarcelarlos, y, para ello, ciertas secciones del Ministerio Público, del Poder Judicial y de la Policía Nacional actuaron como mecanismos eficaces.
García tuvo un suicidio político, foucaultiano. Precisamente, para Foucault el suicidio de García constituiría una forma de resistencia, es más, una manera de doblegar al poder. La idea es que el suicidio político vence al poder, en tanto que es “una manera de usurpar el derecho de muerte que sólo el soberano, el de aquí abajo o el del más allá, podía ejercer”, y en cuanto que “hace aparecer en las fronteras y los intersticios del poder que se ejerce sobre la vida, el derecho individual y privado de morir”. De verdad: García cumple con los requisitos foucaultianos de preparar la muerte a través de un proceder meditado y paciente, y hasta de convertir el acto del suicidio en una obra de arte: Ahí están su Metamemorias, autobiografía escrita con la urgencia de la muerte; y su “La razón de mi acto”, nota de despedida en la que nos habla: “Cumplí la misión de conducir el aprismo al poder en dos ocasiones e impulsamos otra vez su fuerza social. Creo que esa fue la misión de mi existencia… Cumplido mi deber en la política… no tengo por qué aceptar vejámenes. He visto a otros desfilar esposados guardando su miserable existencia, pero Alan García no tiene por qué sufrir esas injusticias y circos. Por eso, les dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones; a mis compañeros, una señal de orgullo, y mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios”.
García se suicida para convertirse en el mayor mito vivo de la política peruana. Él tiene dos vidas políticas, pues su suicidio lo pone sobre la nave de Caronte: La primera vida política es material, la del hombre orador, la del presidente de los siglos veinte y veintiuno; la segunda vida política es inmaterial, la del espíritu que revela y despierta la fe política casi in saecula saeculorum. García tuvo (o mejor, tiene) una vida proyectada en la política y en la metapolítica, en el aquí y en el más allá. Aquí fue la felicidad y la sonrisa más grandes y, al mismo tiempo, la desgracia y la adustez más grandes. Más allá es un héroe de la política y, a la vez, un antihéroe. Incluso, se ha llegado a especular que García no murió, que su cadáver fue reemplazado por otro similar al que debía ser el suyo, que se la ha visto caminando en Madrid, en Lima, en su casa de Miraflores, en la Casa del Pueblo. García es tan mito vivo que, en él, la biopolítica se convierte en necropolítica.
García se suicida dentro de la ética de la política y de la autonomía de la vida. Para mirar el suicidio de García es necesario calzarse los espejuelos de la política, y quitarse ciertos a priori: Por ello, los enfoques de Michel Foucault sobre el suicidio como resistencia, y de Albert Camus sobre el suicidio como confesión son las herramientas metodológicas más apropiadas. En tanto que, las ideas de Émile Durkheim acerca del suicidio como patólogía, o de Jean Paul Sartre acerca del suicidio como absurdidad resultan ser sesgos metodológicos, errores, sobre lo supuestamente defectivo del propio objeto de estudio. Con el enfoque de Foucault: Alan García, el suicidio como resistencia política.