Considero que los abogados y sobre todo los abogados apristas no podemos dejar de admirar la valentía de Javier Valle Riestra como litigante.
Personalmente me siento identificado por su adhesión a una causa popular y su defensa irrestricta de un individualismo de raigambre anarquista que calificaría de iconoclasta. Posiblemente Valle Riestra sea más heredero de los obreros anarcosindicalistas que de aquellos que hicieron de la política una profesión, los burócratas del poder.
El juramento hipocrático de los abogados es garantizar siempre la justicia. La justicia no entendida como un valor abstracto, como una aspiración o anhelo. Todo lo contrario. Debemos defender la noción clásica de “dar a cada cual lo suyo”, donde “lo suyo” es aquello que debe recibir cada persona en mérito a un título o a una condición ontológica preexistente (como la dignidad o la libertad).
En países con enormes brechas sociales y debilidad institucional, el derecho de defensa debe ser entendido como la justicia aplicada al proceso. Su finalidad es establecer un estándar mínimo (garantías constitucionales) que no debe ser transgredido, bajo pena de cometerse un acto de arbitrariedad que lesione a cualquier persona que participe de una diligencia judicial o administrativa. Si todavía no hemos entendido esto, al menos desde el punto de vista legal y axiológico, seguiremos buscando salidas autoritarias y efectistas manifiestamente injustas. No se puede responder violencia con violencia, barbarie con barbarie.
Sin entrar en el fondo, la demanda interpuesta no se fundamenta en los actos subversivos de Polay (acreditados fehacientemente). Lo que se solicita es mejores condiciones carcelarias, una deuda histórica ya que los presos no dejan de ser personas humanas. Y la realidad, que nadie dice pero que muchos conocen, es que el hacinamiento de los penales, la inutilidad del paradigma resocializador, choca con los que pretenden “bukelizar” el país ocultando una recesión en ciernes.
Creo que todo juicio es político. El abogado no solo se presenta al juez sino frente a las estructuras de poder que sostienen la legitimidad del régimen. En esa misma línea, se puede afirmar que hay procesos que son más políticos que otros. Sobre todo, y principalmente, en la era del lawfare.
Sabemos que existen sectores de la clase política interesados en que Perú se retire de la SIDH. Yo mismo, en muchos artículos, he cuestionado sus errores y sesgos. Pero hoy, luego de constatar el andamiaje de corrupción de los hermanitos del Callao, la patente desigualdad ante la ley con respecto a los juicios de cuello blanco, la peligrosa politización del Ministerio Público, la conducta abusiva de muchos jueces, la deficiente participación de la policía (sin un mínimo de conocimiento en materia de DDHH), el alejamiento de la justicia de la población (una justicia compleja, kafkiana, que no llega al ciudadano común), creo que es necesario replantear el rol de SIDH. No estoy de acuerdo con la salida del Perú de la competencia del SIDH. Considero que, como toda organización, luego de un tiempo de funcionamiento, debe generar una gran discusión entre los usuarios y los especialistas para mejorar su intervención y reducir cierta tendencia “injerencista” en la política nacional. Las facultades de derecho y los colegios de abogados deben promover espacios de debate para, posteriormente, enviar estas conclusiones a las instituciones respectivas. Dejemos la mala costumbre de patear el tablero y seamos un país serio.