Punto de Encuentro

Los mismos de siempre… y peores

Fernando Rodríguez Patrón

En un país donde la política suele coquetear con lo inverosímil, las elecciones primarias celebradas el domingo pasado y que se complementarán con las del próximo, han confirmado un hecho que ya intuíamos: la creatividad de los partidos políticos para sorprendernos está en franco declive. No por la presencia de nuevos actores políticos (que brillan por su ausencia), sino por la audacia con la que viejos y conocidos rostros, muchos de ellos ampliamente cuestionados y bajo la siempre improbable afirmación “porque las bases lo reclaman”, han decidido presentarse nuevamente, como si la ciudadanía esperara ansiosa su continuidad.

El espectáculo ofrecido por estas primarias, que en teoría debían abrir paso a una renovación política, evidencian la escasa calidad de los candidatos presentados. No se trata aquí de una crítica ligera, sino de una constatación empírica; por ejemplo, buena parte de los actuales congresistas, cuyo nivel de aprobación pública bordea niveles histórica y ridículamente bajos, postularán el próximo año. Resulta casi un acto de valentía o de desconexión profunda de la realidad, postular cuando la confianza ciudadana les ha dado la espalda desde hace tiempo.

La aprobación del Congreso, según diversas mediciones, se encuentra en niveles que difícilmente podrían calificarse de decorosos. Este malestar ciudadano no es circunstancial: responde a una acumulación de gestos, decisiones y omisiones que han debilitado severamente la credibilidad del Legislativo. En ese contexto, que los mismos actores políticos aspiren a prolongar su mandato constituye una señal preocupante de falta de autocrítica personal y, por su puesto,tambipen de los partidos políticos que los acogen. Si la representación democrática exige mínimos de legitimidad, es legítimo preguntarse qué clase de sensibilidad política exhiben quienes, pese al rechazo generalizado, se esfuerzan por seguir como parlamentarios.

La situación se vuelve aún más compleja cuando se examinan las dinámicas internas de los partidos. Lejos de abrir espacios a nuevos cuadros: jóvenes profesionales, académicos, gestores públicos o ciudadanos comprometidos, las cúpulas partidarias han optado por privilegiar a quienes ya ocupan cargos. La renovación se convierte así en una declaración de intenciones vacía, sin correlato en las decisiones concretas. En lugar de primarias orientadas a oxigenar la política, nos encontramos ante procesos diseñados para legitimar lo que ya estaba decidido de antemano.

Otro elemento que merece una reflexión crítica es la posibilidad, cada vez más insinuada en el debate público, de que algunos congresistas aprovechen la llamada semana de representación para realizar actividades que rozan la campaña electoral, empleando recursos y logística financiados por el Estado. El diseño de la semana de representación, concebida como un mecanismo para que los parlamentarios se acerquen a las demandas reales de sus regiones, no fue pensado como una plataforma de promoción personal. Utilizar esos espacios para fortalecer sus propias candidaturas no solo es éticamente reprochable, sino que erosiona el principio fundamental de neutralidad en el uso de recursos públicos, lo que desnaturaliza la esencia del proceso y alimenta la percepción de que la política es un terreno inclinado a favor de quienes ya están en el poder.

Lo observado en esta jornada electoral preliminar deja un sabor amargo. La retórica de la renovación quedó atrapada en slogans, mientras que la realidad mostró listas recicladas, candidaturas previsibles y una preocupante falta de visión estratégica en los partidos. La ciudadanía, ya escéptica, confirma su impresión de que los procesos políticos se repiten como un guion mal escrito.

Dicho esto, solo nos queda confiar en el criterio que tengamos los electores el próximo año. No vaya a ser que, aunque suene increíble, acabemos extrañando al presente Parlamento si elegimos uno peor que actual.

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