Autora: Silvana Pareja
Hoy se vive, en tiempo real, en la frontera sur del Perú. Entre carpas, mochilas y niños desvelados, vemos el resultado de más de dos décadas de chavismo: un país colapsado que expulsa a su propia gente y un continente que aún no sabe cómo responder.
Miles de venezolanos intentan cruzar sin permiso, sin documentos y sin rumbo claro. No lo hacen por aventura, lo hacen por necesidad. Pero esa necesidad, tan humana como dramática, no borra una realidad incómoda: el ingreso irregular tiene consecuencias serias para el Perú, para el orden interno y para la seguridad de todos.
Migrar sin autorización rompe la capacidad del Estado de saber quién entra, por dónde y con qué antecedentes. Deja a las personas en la vulnerabilidad total: sin papeles, quedan expuestas a mafias, trata de personas y explotación laboral. Sin permiso de residencia, no acceden a trabajo formal, vivienda ni servicios básicos. Y mientras tanto, la informalidad crece, se saturan los servicios públicos y aumenta la percepción de descontrol.
En las ciudades fronterizas, muchos peruanos sienten que compiten por empleos precarios, que sus barrios cambian sin planificación y que la inseguridad se dispara. Frente a ello, el Estado aparece lento, reactivo, desbordado. El riesgo es claro: que la ausencia de política seria sea reemplazada por el populismo del grito fácil, ya sea del “todo vale” o del “que se vayan todos”.
La primera obligación de cualquier gobierno es reafirmar el control de sus fronteras. No se trata de militarizar por reflejo, ni de demonizar al migrante, sino de recuperar la autoridad. Un Estado que renuncia a registrar y ordenar el ingreso renuncia, de facto, a su soberanía.
Al mismo tiempo, la pura mano dura no resuelve nada. Si no se crean vías legales y realistas de ingreso —permisos temporales, procesos de regularización selectiva, corredores humanitarios— el negocio quedará en manos de coyotes y organizaciones criminales. La alternativa a la política no es la “mano firme”: es el caos.
La crisis venezolana no la provocó el Perú ni la región, pero sí la está pagando. Es hora de exigir corresponsabilidad internacional real: recursos, apoyo técnico y decisiones políticas claras frente a un régimen que destruyó a su propio país. La indiferencia de ayer tiene un costo concreto hoy en nuestras fronteras.
El fondo del debate no es solo migratorio, es moral y político. ¿Será el Perú un país que se acostumbre al desorden y al doble discurso, o uno que defienda sus leyes sin perder su humanidad? Cerrar los ojos ante el ingreso irregular es irresponsable. Negar la dignidad de quienes huyen, también.
El futuro se juega en la frontera sur, pero también en nuestra capacidad de decir, con claridad: aquí se respeta la ley, aquí se protege a las personas, aquí nadie entra sin control, pero nadie será tratado como descartable. Solo así dejaremos de ser espectadores de un éxodo para convertirnos en conductores de nuestro propio destino.