En Ayacucho, entre 1980 y 1982, así como en los demás años de la guerra interna, el cuerpo fue el teatro de operaciones en el que se enfrentaron la crueldad de la biopolítica, la subordinación de la disciplina, y la culpa asignada por la soberanía; y durante los años de la posguerra, el cuerpo es el primer territorio de la memoria y la verdad. José Manuel Salas es autor de “Crueldad, culpa y subordinación. Un estudio sobre la destrucción del cuerpo (Ayacucho, 1980-1982)”, libro publicado como parte de la Colección Siembra de Tesis Sanmarquinas, por el Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, el 2023. Es un trabajo de archivo, de entrevistas y testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Salas delimita su estudio al periodo de 1980 y fines de 1982, en las provincias ayacuchanas de Víctor Fajardo, Vilcashuamán, Cangallo y Huanca Sancos. Se trata de un tiempo anterior al ingreso de las Fuerzas Armadas, lo cual convierte al libro en más sociológico, y hasta en más interesante, pues nos permite mirar y comprender cómo el proceso social “natural” de Ayacucho, por obra de la política y la ideología, se convierte en una experiencia de control social, que contiene exposición de crueldad, imputación de culpabilidad y requerimiento de subordinación.
Este artículo es una lectura, o el intento de volver legibles el propio texto y el contexto social, a partir de la clave teórica de Michel Foucault. Precisamente, Foucault, en “Vigilar y castigar” muestra cómo el poder opera sobre los cuerpos, y produce hábitos, miedos y obediencias. Entonces, la crueldad funciona como un dispositivo, que hace visible la autoridad y reordena el campo de lo posible. Foucaultianamente, en Ayacucho, entre 1980 y 1982, el cuerpo se convierte en señal, y el castigo se convierte en un lenguaje político que gobierna, que advierte. Salas organiza la violencia como una secuencia de identificación, atribución y ejecución, donde la víctima, y su cuerpo, quedan en el centro del drama social. También vincula la destrucción corporal con el deterioro del orden comunicativo de la vida social, pues hablar se vuelve inútil, y peligroso.
En cuanto a la culpa, en el libro, ésta dialoga con la idea de que para dominar no basta con imponer, sino que hay que producir sujetos que se reconozcan dentro de una verdad. La culpa opera como máquina de lectura social que decide la obediencia como condición para ser aceptado y la desobediencia como condición para ser castigo. También nos da cuenta de cómo se fabrican subjetividades obedientes y culpables, y, por supuesto, personas que se conciben a sí mismas a partir de etiquetas y señalamientos. En cuanto a la subordinación, ésta es extrema, y, efectivamente, se fabrica cuerpos dóciles mediante vigilancia, y corrección de conductas. Aquí, la subordinación reemplaza la conversación por la consigna, aniquila la pluralidad de voces, y quiebra mediaciones locales.
Es un libro exquisito. Como para la lectura foucaultiana. El texto tiene el mérito de desplazar a la gran narrativa ideológica, y de ocuparse de los mecanismos sutiles y no sutiles, que fabrican orden, con la destrucción y reprogramación del cuerpo, para volverlo útil e inútil, legible o ilegible.