En tiempos de la Reforma, siglos XVI y XVII, se denuncia al Papa de Roma como líder de una Iglesia que instrumentalizaba la Fe para lograr objetivos políticos y económicos. Los Príncipes Electores alemanes apoyan a Lutero porque los exonera del Diezmo a la Santa Sede y les otorga autonomía con respecto a las potencias europeas. Jabobo II, en Inglaterra, pretende restaurar el catolicismo como un medio para obtener poder absoluto, restando fuerza a los partidos parlamentarios, tories y whigs, ocasionando la Revolución Gloriosa de 1688, cuyo resultado fue la marginación de los católicos británicos durante siglos y la consolidación de la Iglesia Anglicana, cuyo líder es la propia Reina.
Posteriormente, la Revolución francesa de 1789 difunde el concepto de separación entre Estado e Iglesia, como una vía necesaria para que la comunidad política continúe su evolución, acorde con la voluntad popular, sin las ataduras de los dogmas y los mandatos religiosos. Hablamos hoy del Estado laico como aquél que ha logrado concretar dicha aspiración. El problema se presenta cuando encontramos que pueden distinguirse diferentes intensidades en esa laicicidad. Laicos extremos como Francia y Uruguay, y relativamente laicos como Inglaterra, España y Perú.
Cuando el Estado moderno decide, lo hace a partir del interés de la mayoría de electores según la interpretación política del Congreso, o desde una razonada interpretación de la Constitución y derechos fundamentales, a cargo de su Tribunal Constitucional o su Tribunal Supremo. En ese proceso de decisión, los diversos grupos sociales defienden sus tendencias e intereses, las Iglesias pueden concurrir en calidad de grupos de interés, expresión genuina de pluralismo, confrontando legítimamente con organizaciones que sostienen argumentos contrarios. Lo que no puede aceptarse es que políticos o jueces decidan en función de dogmas y no de un razonamiento sustentado en principios democráticos y constitucionales.
En el Perú la propia Constitución inicia su texto invocando explícitamente a Dios, para luego rendir homenaje al rol histórico jugado por la Iglesia católica en la formación de nuestra sociedad, sin la que sería muy difícil explicar nuestra compleja realidad actual. Indudablemente, se mantiene la separación entre Estado e Iglesia, pero el laicismo se gradúa conforme a las condiciones existentes en la cultura de nuestro pueblo.
Frente a ello, se impone una política de fortalecimiento de la mutua colaboración, para promover los objetivos comunes, el combate a la pobreza y la construcción de una sociedad provista de valores, desde la familia y el colegio. No se entiende hoy, ante la urgencia de inculcar en nuestra juventud valores como el de la honestidad, la tolerancia y el amor por el prójimo, que el Estado renuncie a la participación de todas las Iglesias en los colegios públicos, eliminando las asignaturas voluntarias de Religión. Por el contrario, es momento de retornar además, a la necesaria Educación Cívica y a una Historia del Perú extensa y rigurosa.