Punto de Encuentro

LA MIRADA DE BONZO

Estamos detenidos en el umbral del paradero, esperamos el ómnibus. Es la hora del último día. Hemos caminado hasta aquí durante años, a veces entre juegos, escondiéndonos, explorando atajos y demás recovecos. Estas calles son nuestras, conocemos sus medidas inequívocas de ida y vuelta. Pero hoy lo he llevado despacio, respetando su momento. He escuchado a lo lejos el bullicio de la avenida principal. El calor confrontaba sin arder, el sol era autoritario pero dejaba respirar, permitía dar pase a eventuales bocanadas de aire. He calculado mentalmente las pisadas, siguiendo el olor de los emolientes y henos al fin, a punto de subir. El ómnibus se detiene y abre sus puertas. Me acerco y estiro la mano para intentar recibir una ayuda que nadie manifiesta, tiro la correa. Bonzo mueve las patas a duras penas como obligándose a no dejarse vencer por el envejecimiento. Bonzo es de tamaño mediano aunque ahora es lento y pesado, varios kilos de bondad hay en él. La gente se hace a un lado, reniegan tener que cedernos un espacio. Imagino en sus rostros los surcos siniestros del fruncido en los entrecejos, de los gestos más de repugnancia que de piedad por su estado enfermizo, informe, oxidado y desmedrado. Le pido al chofer que por favor me avise en el último óvalo. “Perfecto, le aviso a falta de una cuadra, esté atento” me dice. Emprendemos la marcha.

Estoy sentado al lado de la puerta, Bonzo va encima de mis piernas. El aire que entra por la ventana me lame la cara, me despeina, como lo hacía él antes de envejecer. Papá lo trajo muy pequeño a casa, a mis pocos años de nacer y, desde ahí no se separó jamás de mí. Al principio creció más rápido que yo e incluso se hizo más fuerte, porque cuando me posaba sus patas en el pecho con la cola agitada, me caía al suelo y aprovechaba mi nula defensa para mordisquearme las orejas. Nos gustaba escondernos en el jardín, Bonzo, agazapado y, a la vez, al acecho, se escondía entre los arriates de flores o en un pliegue anónimo del terreno. También dábamos vueltas en círculos para marearnos, aunque mi agudo oído hacía que siempre mantuviese el equilibrio mientras él iba zigzagueante y derribaba las sillas, las escobas, los baldes que se cruzaban en su camino pero luego él, entrenado en eso, los ponía en su mismo sitio para evitar que me tropezase, nada debía estar fuera de su posición, esa era la condición, solo así yo podía andar libremente por la casa. Pasó el tiempo y me tocó crecer, superándolo en tamaño y fuerzas, ya no me derribaba al suelo, por el contrario, tenía que alzarlo para poder abrazarlo. Una tarde nos escapamos sin permiso a bañarnos en las orillas del río, él quería salir a como diera lugar. Me llevó por zonas inhóspitas que no conocía, evadiendo charcos que embarraban mis zapatos, arbustos que rasgaban mi camisa y trochas sinuosas en las que resbalaba. Me dejé guiar, el placer de ser libres hacía que todo valiera la pena. Nadamos juntos por horas, siempre pendiente de sus chapoteos y él de los míos. Al regresar, papá y mamá nos estuvieron esperando en la calle, furiosos, pero aliviados de tenernos de nuevo con ellos, nos castigaron a ambos y nos prohibieron salir por meses. Éramos un par llenos de vitalidad en días inacabables, pero al cabo de un periodo más, comenzó a enfermar de manera progresiva, sistemática. Cuando me enteré que cada año humano para él significaban cinco y que a mis dieciocho, Bonzo ya había llegado a la edad en la que se cumplen todas las edades sin dar marcha atrás; cuando me enteré de eso, mi paisaje en el jardín de mis sombras se estremeció, irredimible.

Acaricio la cabeza del viejo Bonzo que está recostado en mi regazo, es un anciano, no puede mantenerse erguido. Su respiración es asesada, de aliento rancio, jadea, resopla. Saca la lengua por puro instinto como si tuviese sed, intentando beber un sorbo de vida adicional. Se percibe una vaharada de olor fétido, acompañada de murmuraciones incómodas en derredor. Palpo sus patas, están callosas, cuarteadas de tanto haber saltado y corrido conmigo desde niño. Su pelaje, sin duda blanco y gastado, al menor roce se deja caer esparciéndose a mis pies, creando de seguro, una suerte de pequeños copos de nieve en un invierno inexistente para el resto de seres pero no para él. Sus orejas ya dejaron de estar atentas, sumado a la mirada extraviada y al olfato expirado. El ocaso prolongado lo ha estropeado sin remilgos, con saña, con una ferocidad inmerecida, innecesaria. El ómnibus toca la bocina, se coloca a la derecha y se detiene suave. Termina de frenar. “Último óvalo, ha sido un enorme gusto”, dice el chofer, con una ironía que hubiese sido dificultosa de expresar delante de ojos taladrantes. Se abre la puerta, me pongo de pie y bajo despacio sosteniéndolo en mis brazos para apurar el paso. Cuando estoy a buen recaudo, el ómnibus continúa su ruta.

Llegamos transidos y extenuados por los tumbos del viaje. El aire de aquí es seco, sin ruido, no se mueve, parece dormido y tan alejado de la vida que, tal vez así sea el alma de la pena. El camino ha desembocado en este desierto en donde el amor se extingue, la fe se evapora y el rencor se queda sin luz, en la oscuridad del dolor. Me dijeron que debo ir a una casona antigua al doblar la esquina. Ahora mi andar y el de él son vacilantes, inseguros. Jamás hubo, como ahora, miedo en nuestras pisadas. No sabemos si dar o no el siguiente paso. Dudamos aferrándonos el uno al otro, pegados a la pared, la incertidumbre es mutua. ¿Qué puedo hacer?, pienso. Inmediatamente me asalta otra pregunta que resulta inevitable ante el temor: ¿Qué sucederá a partir de ahora en adelante? La desesperación y la fragilidad aumentan. Al doblar la esquina, en efecto, encontramos la casona antigua. Lo abrazo. Toco la cerca de madera, tras unos minutos, un hombre sale a recibirnos. Pasamos a un ambiente al parecer frío o no sé pero estoy temblando, siento que algo moja el suelo desde arriba o quizá es porque tengo húmedas las mejillas. Respiro muy hondo. Exhalo. Me acerco a Bonzo para olerlo por última vez. Cuánto hubiese querido que mis ojos, ciegos a los pocos años de nacer, algún día lo hubiesen podido ver.

 

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