Mientras el Perú aún no logra recuperarse plenamente del impacto económico y social provocado por la pandemia del COVID-19, el último informe del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), titulado “Evolución de la Pobreza Monetaria 2015-2024”, ha revelado una verdad incómoda, pero urgente: miles de familias peruanas viven hoy con menos recursos que hace cinco años, y la pobreza monetaria no ha dejado de ser una amenaza estructural, latente y profundamente desigual.
Según el informe, en 2024 el gasto real promedio mensual por persona fue de S/ 891, cifra que representa un leve incremento del 1,2 % respecto al año anterior. Sin embargo, esta aparente mejora esconde una realidad más cruda: en comparación con el 2019 —último año antes de la pandemia— el gasto ha disminuido en 9,6 %, una caída significativa que refleja el lento avance hacia la recuperación. La situación es aún más crítica en Lima Metropolitana y Callao, donde el gasto promedio ha retrocedido en un 17,2 % respecto al mismo periodo, evidenciando que incluso en las regiones con mayor actividad económica, los hogares siguen lejos de alcanzar los niveles de bienestar previos a la crisis.
Este escenario exige más que preocupación: exige responsabilidad política y visión de país. Por eso, es momento de que el Congreso actúe con la madurez que el país le reclama. Las constantes mociones de censura, enfrentamientos entre poderes del Estado, y una agenda centrada en conflictos internos, no hacen sino profundizar la inestabilidad política y económica, obstaculizando la capacidad del Estado para responder a las necesidades urgentes de su población. En lugar de insistir en escenarios de confrontación o alimentar crisis artificiales, los legisladores deberían dirigir su atención hacia las miles de familias que aún luchan por recuperar su dignidad económica y social.
El Poder Ejecutivo, con sus errores y limitaciones, necesita contar con un mínimo de gobernabilidad para llevar adelante programas sociales, políticas de reactivación y medidas estructurales que beneficien a los sectores más afectados. A menos de un año de las elecciones presidenciales de 2026, el Perú no puede permitirse nuevos sobresaltos ni parálisis institucional. El camino no está en una nueva crisis, sino en una transición democrática ordenada, serena y orientada al bien común.
El informe del INEI es claro: la pobreza monetaria no se resuelve con discursos ni con cálculos políticos. Se requiere una estrategia sostenida de inversión en servicios básicos, generación de empleo digno, fortalecimiento de la descentralización y, sobre todo, un entorno político que garantice estabilidad y confianza. Sin estos elementos, la recuperación será superficial, desigual y frágil.
En lugar de caer nuevamente en el cortoplacismo y la polarización, es urgente mirar al país con una perspectiva histórica y con responsabilidad intergeneracional. El futuro del Perú depende no solo de indicadores macroeconómicos, sino de la capacidad de su clase dirigente para anteponer los intereses colectivos sobre las ambiciones personales o partidarias.
En medio de la pobreza, la desigualdad y la frustración de millones de peruanos, la política debe recuperar su propósito esencial: servir al pueblo y garantizarle una vida digna. No se trata de cerrar los ojos ante los errores, sino de abrir el corazón a las prioridades que claman desde los barrios, comunidades rurales, ollas comunes y mercados populares. No hay tiempo para distracciones. La pobreza no espera.